EPÍLOGO DE LOS CANES

El autor, llegado a la madurez de la vida, resume toda su filosofía en este coloquio de unos canes:

Varios canes se reunieron en el ejido de un pueblo un día claro de primavera, a la vista de unas montañas azules. El primer can dijo así:

—Señores: yo soy un can viejo y lleno de experiencia. Perdonad esta inmodestia mía. He andado mucho por el mundo, y al fin he venido a reconocer que no hay estado para los canes comparable al que nos proporcionan las estaciones de ferrocarriles. Ser can en una estación creo que es lo más aceptable para un can. Es preciso que no tergiverséis este concepto que acabo de exponer. No se trata de guardar nada ni de estar amarrado a ninguna cadena. Yo soy un can horro de toda servidumbre. Se trata de correr de un lado para otro con entera libertad y de husmear discretamente entre las vías para descubrir y recoger los restos de merienda que tiran los viajeros. Las estaciones de ferrocarril tienen un encanto profundo. Me dijo una vez un can bien portado y que pasaba en un tren de lujo que algunos hombres dan en decir que los ferrocarriles han matado la poesía. A estos hombres que están un tanto locos se les llama poetas. Yo estoy en mi sano juicio y no pienso como los poetas. En las estaciones el espectáculo es variado según sea la hora del día o de la noche. No se aburre uno nunca. Conoce uno a mil gentes. De cuando en cuando, es cierto, sufre uno algún contratiempo lamentable; pero esto les sucede a los canes inexpertos, irreflexivos, que no conocen las señales de marcha de los trenes ni están atentos al movimiento de la vía.

Señores: yo soy un can mundano, amigo del progreso. El bullicio y el ir y venir rápido de los trenes me encantan. ¿Añadiré que aquí los mantenimientos son fáciles de hallar? Piltrafas, huesos de pollo, cortezas de queso, restos de carnes asadas: todo esto es lo que yo encuentro y saboreo en la estación. Además, yo amo profundamente la democracia. Os diré por qué al principio de frecuentar las estaciones, yo observaba que sólo comían los viajeros que iban en los coches modestos, incómodos. Los que iban en coches lujosos, no comían. Me era imposible el explicarme este absurdo. Por las ventanillas de los coches de segunda y tercera salían restos de merienda; por las de los coches de primera no arrojaban nada. Me intrigaba mucho esta paradoja desagradable. Al fin, un can viejo y experto me explicó el fenómeno. Los viajeros de los coches lujosos comían en el restaurante del tren o en las fondas de las estaciones. Creo que los hombres han hecho muchos disparates, pero ninguno como este de llevar comedores en los trenes. Desde entonces yo amo al pueblo, a los humildes que llevan su merienda en el tren, y detesto a los que desdeñan esta costumbre idílica, tradicional, simpática, y comen en el restaurante.

Concluyo diciendo que estoy contento con mi suerte, y que en una estación pienso acabar mis días. Ahora marcho en busca de otra, y al pasar por este pueblo he tenido el gusto de conoceros. Soy un can vagabundo y amigo de las novedades. No tengo plan de vida ni amo. ¿Quién vive más a gusto que yo?

El segundo can que usó de la palabra era gordo y luciente:

—Yo, señores —dijo—, creo que eso de la libertad es una monserga. Los hombres han escrito muchos libros sabios, pero nada como este refrán en que se compendia toda la sabiduría del mundo: ¿Quieres que te siga el can? Dale pan. A mí me dan pan en abundancia, y yo sigo a quien me lo da. Me dan, dicha sea la verdad, algo más que pan. Tengo lodo lo que puede apetecer un can. Disfruto de los más exquisitos manjares. Yo vivo en Madrid: mi amo es un hombre rico. Me adora mi ama y me bailan el agua los chicos de la casa. Se dirá que no tengo libertad, que no puedo salir a la calle cuando quiero, que no puedo correr y retozar con otros canes. A mí, ¿qué me importa? Yo no sé lo que es eso que se llama libertad. Como bien, me hacen fiestas, me sacan en coche. ¿Qué más puedo pedir? A mí, todo el que no va bien vestido me parece francamente despreciable. Ladro furiosamente a todos los que se acercan a mí vistiendo traspilladamente. Yo no tengo más criterio de moralidad que el traje. Un hombre que va mal vestido no puede tener buenas intenciones. En su consecuencia, yo le ladro, y si insiste mucho en acercarse, yo le muerdo. Dos o tres mordiscos he dado en toda mi vida y no me ha pasado nunca nada. Estoy satisfecho porque creo que he cumplido con mi deber: el deber que tiene todo perro decente de ladrar a las personas sucias y miserables.

Señores: estoy en este pueblo porque mi amo ha venido a pasar unos días en una finca suya. Dentro de poco regresaremos a Madrid y allí me tienen ustedes a su disposición.

El tercer can que habló se expresó de esta manera:

—Que cada cual lleve y pondere la suerte de vida que más le plazca. Mi vida es de lo más monótona y uniforme que darse puede, y, sin embargo, a mí me gusta esta vida. Yo soy un can de unos terrazgueros o labrantines. Mi misión se reduce a ir con ellos a los bancales, a recostarme al lado del hato y a guardarlo mientras mis amos labran. No hago otra cosa. Me paso el día tumbado. Soy un can del campo. Puedo deciros que no hay nada como tomar el sol en invierno en plena campiña, o como dormitar en verano a la sombra de un árbol. Para mí es el cielo azul: para mí las montañas azules: para mí los aromas de los henos, de los habares, de las plantas montaraces; para mi el aire fino y sano: para mi las aguas delgadas y cristalinas. Yo soy un poco escéptico y no creo en las pompas mundanas. No doy el campo y sus placeres por nada. Mi vida discurre sin sobresaltos ni congojas. De noche, guardo el gallinero del cortijo. Los lobos han desaparecido hace mucho tiempo: sólo he de habérmelas de tarde en tarde con alguna vulpeja o con algún búho. Y ¿creéis que yo tengo miedo a tales alimañas?

Señores: os repito que no hay nada como la paz, el silencio y la sanidad del campo.

Deliberaron brevemente los tres canes. Al cabo se separaron sin haberse puesto de acuerdo. Cada can es un mundo. Se ha dicho esto de los hombres. Con más razón se puede decir de los canes.