XXXIX

LAS VENTANAS

¿Vosotros no habéis visto una pequeña ventana desde lo alto de un monte? Yo lo explicaré: cuando va ya de vencida la tarde, subís a una montaña alta, en que hay barrancos rojizos con verdes higueras en el fondo, y en el que tal vez un allozo hace surgir entre las peñas su tronco atormentado. La tarde cae tranquila y silenciosa: vosotros os sentáis en un terreno; al lado vuestro, en una mata de lentisco, una araña os mira con sus ojos crueles y luminosos desde el fondo de su embudo de seda; a lo lejos tintinea dulcemente la esquila de un ganado.

Entonces vosotros sacáis de un cilindro de recio y viejo cuero un catalejo enmohecido, en uno de cuyos tubos pone con letra inglesa London; y miráis el panorama verde y suave… Las montañas cierran en la lejanía con una pincelada azul el horizonte; las viñas cubren con su alfombra de verde claro el llano; una manchita blanca se divisa imperceptible allá en la inmensidad, en el repliegue de una ladera.

Vosotros dirigís hacia allí el catalejo, y veis, en lo alto de un cerro, un castillejo moruno con su torreón desmochado, y abajo, en el declive, un tropel de casas con fachadas blancas. Mirad bien estas casas: todas tienen ventanas; pero entre todas habrá una con una ventana pequeña, misteriosa, que hará que vuestro corazón se oprima un momento con inquietud indefinible… Yo no sé lo que tiene esta pequeña ventana: si hablara de dolores, de sollozos y de lágrimas, tal vez al concretarla, no expresaría mi emoción con exactitud; porque el misterio de estas ventanas está en algo vago, algo latente, algo como un presentimiento o como un recuerdo de no sabemos qué cosas…

Yo he visto en mi niñez muchas fotografías, con pequeñas ventanas, de pueblos que jamás he visitado, y al verlas he sentido esta extraña inquietud de que el poeta Baudelaire también hablaba.