MI TÍA ÁGUEDA
A mi tía Águeda yo no la conocí sino un año antes de morir, cuando vino a Yecla, su pueblo natal, a acabar su bella y noble vida… Tenía toda la penetración, todo el despejo natural, toda la bondad ingénita de esas almas que Montaigne ha llamado «universales, abiertas y puestas a todo». Yo la veo en una inmensa sala de uno de estos caserones yeclanos, sentada en un ancho sillón, con la cabeza pensativamente apoyada en la blanca y suave mano. Estaba muy enferma; ya casi no podía andar de un lado para otro. Y en esta sala grande, con lienzos religiosos, con los retratos de la familia, yo la oía suspirar de cuando en cuando presintiendo su acabamiento próximo.
Yo iba sólo a su casa de tarde en tarde: los días de salida en el colegio. Entonces, cuando me veía entrar, cuando me acercaba a su sillón, me atraía hacia sí con dulzura y me daba un beso en la frente. «Antoñito. Antoñito —decía suspirando—, yo quiero que seas muy bueno». Y este suspiro y estas palabras, henchidas de una suave melancolía, impregnaban mi alma de un dejo de tristeza. Y permanecía silencioso, embargado, sin saber qué decir, mirando a las paredes con esos ojos atontados de los niños cuando pasa a su lado algo que ellos presienten que es muy grave, pero que no se explican…