EL MONSTRUO Y LA VIEJA
Yo estoy en la entrada de la casa de mi tío Antonio; los cazos y pucheros de la espetera lucen sobre la pared blanca. Yo estoy en la entrada de la casa de mi tío Antonio; tengo entre las manos un libro en que voy viendo toscos grabados abiertos en madera; representan una cigüeña que mete el pico por una ampolla, ante los ojos estupefactos de una vulpeja; un cuervo que está posado en una rama y tiene cogido un queso redondo; una serpiente que se empeña en rosigar una lima…
Yo estoy sentado en un amplio sillón de cuero; al lado, en la herrería paredeña, suenan los golpes joviales y claros de los machos que caen sobre el yunque; de cuando en cuando se oye tintinear en la cocina el almirez. El aparcero ha entrado hace un momento y ha dicho que en la tormenta del otro día se le han apedreado los majuelos de la Herrada; este año apenas podrá coger doscientos cántaros de vino; las mieses también se han agostado por falta de lluvias oportunas; él está atribulado, no sabe cómo va a salir de sus apuros. Se hace un gran silencio en la entrada; los martillos marchan con su tic-tac ruidoso y alegre; el labriego mira tristemente al suelo y se soba la barba intonsa con la mano; luego ha dicho: ¡Ea, Dios dirá! Y se ha marchado lentamente, suspirando.
Ha transcurrido otro rato en silencio; por la calle se ha oído sonsonear una campanilla y una voz que gritaba: ¡Esta tarde, a las cuatro, el entierro de don Juan Antonio!
Cuando el tintineo de la campanilla se alejaba, se ha abierto un poco la puerta de la calle y ha asomado una vieja, vestida de negro, con la cara arrugada y pajiza. Esta vieja lleva una cesta debajo del brazo, y se ha puesto a rezar, en un tono de habla lento y agudo, por todos los difuntos de la casa; luego, cuando ha concluido, ha gritado: ¡Señores, una limosnica, por el amor de Dios!, y como se hiciese una gran pausa y no saliese nadie, la vieja ha exclamado: ¡Ay, Señor!
Entonces, en el viejo reloj se ha hecho un sordo ruido, y se ha abierto una portezuela por la que ha asomado un pequeño monstruo que ha gritado: Cu-cú, cu-cú…
La vieja, después, ha tornado a preguntar: Señora, ¡una limosnita, por el amor de Dios! Otra vez se ha transcurrido un largo rato; la vieja ha vuelto a suspirar: ¡Ay, Señor! Y en el viejo reloj, que repite sus horas, este pequeño monstruo, que es como el símbolo de lo inexorable y de lo eterno, ha vuelto a aparecer y ha tornado a gritar: Cu-cú, cu-cú, cu-cú…