XXX

LOS DESPERTADORES

Cuando yo dormía alguna vez en casa de mi tío Antonio, si era víspera de fiesta, yo oía por la madrugada, en esas madrugadas largas de invierno, el canto de los Despertadores, es decir, de los labriegos que forman la Cofradía del Rosario, y que son llamados así por el vulgo. Yo no sé quién ha compuesto esa melopea plañidera, monótona, suplicante: me han dicho que es la obra de un músico que estaba un poco loco…

Yo la oía arrebujado en la cama, entre estas sábanas rasposas de lino con pequeños burujones; dormía en la sala; encima de la consola había un gran lienzo con un Cristo entre sayones hoscos; la cama era grande, de madera, pintada de verde y amarillo; recuerdo que la jofaina del agua, puesta en un rincón, siempre estaba vacía.

Primero se percibía a lo lejos un murmullo, como un moscardoneo, acompañado por el tintinear de la campanilla; luego las voces se oían más claras; después, cerca, bajo los balcones, estallaba el coro suplicante, lloroso, trémulo:

No nos dejes. Madre mía:

míranos con compasión…

cantaban enardecidos. Y yo oía emocionado esta música torturante, de una tristeza bárbara, obra de un místico loco.

La oía un momento, allí bajo, y luego, poco a poco se alejaba hasta apagarse tenue con un lamento imperceptible.

Después principiaba el tintineo de los martillos sobre el yunque en la herrería contigua; trabajaban en aguzar las rejas que se habían de llevar los aldeanos llegados el sábado. Y más tarde, en el cuarterón de la ventana dejada abierta, comenzaba a mostrarse una claror vaga, indecisa.