MI TÍO ANTONIO EN EL COMEDOR
El comedor de casa de mi tío Antonio era pequeño; tenía una ventana, que daba a un patizuelo, con alhelíes y geranios plantados en latas de conservas y cacharros rotos. En una rinconera, un despertador marchaba siempre con su tic-tac monótono; en un ángulo, un tosco bargueño estaba cargado de platos, y las paredes se veían cubiertas con un papel colorinesco —verde, rojo, azul— en que había pintados mares y riachuelos…
Cuando, ya sentados a la mesa, llegaba el momento en que sacaban el cocido, yo veía que esta era la más íntima e intensa satisfacción de mi tío Antonio. Estos hombres buenos y escépticos son terriblemente sensuales; mi tío había comprado por la mañana en la plaza los aprestos de la comida, escogiéndolos con cariño, regateando el precio, sopesándolos, remirándolos, acariciándolos. Y luego, su sensualidad consistía (además de oír la música de Rossini) en devorar beatamente los garbanzos, la carne grasa, las patatas redonduelas y nuevas. Y yo lo veo, con su cara redonda y su papada, cómo rosiga, y sorbe los huesos, cómo los golpea contra el plato para que suelten la blanda médula.
Y si es día solemne —que eran los días que yo, interno en el colegio, comía con él—, si es día solemne y hay al final una fuente de natillas, entonces su satisfacción es completa. No hay para él otro goce supremo: Rossini puede perdonarle esta infidelidad. Yo, que amo apasionadamente al gran maestro, también se la perdono.
Y si cierro un momento los ojos en el cambio de cuartilla a cuartilla, se me aparece el buen anciano orondo después de la comida, repantigado en su sillón, dando con el acero sobre el pedernal unos golpecitos menudos y rítmicos que hacen temblar su sotabarba.