XXVIII

EL ABUELO AZORÍN

Una vez, allá en la primera mitad del siglo XIX, pasó por Yecla un pintor y retrató a mi bisabuelo paterno. No hemos podido averiguar quién era este pintor; pero su obra es un lienzo extraño que ha cautivado a Pío Baroja, el gran admirador del Greco. Se trata de un lienzo simple, sobrio, de coloración adusta; mi bisabuelo es un viejecito con la cara afeitada, encogido, ensimismado: tiene el pelo gris, claro, largo, peinado hacia atrás; sus ojos son pequeños, a medio abrir, como si mirara algo lejano y brillante (y ya veremos luego que, en efecto, lo que él estaba mirando siempre era algo brillante y lejano); su boca es grande, y la nariz hace un pico sobre la larga comisura.

Este pequeño viejo esta con la cabeza suavemente inclinada; se ve en su indumentaria una corbata negra, de lazo: por encima de ella, tocando las mandíbulas, aparecen dos pequeños triángulos blancos del cuello, y por debajo, sobre el pecho, otro triángulo, que es la pechera. El traje de mi bisabuelo es negro; lleva también una capa negra, de cuello enhiesto, y por entre sus pliegues, a la altura del pecho, aparece la mano amarilla y huesosa del pequeño viejo, medio extendida, como señalando, pero sin afectación, cuatro o seis infolios que se destacan a la derecha con sus tejuelos rojos y verdes.

El artista misterioso que pintó este lienzo quiso hacer una obra maestra retratando a este viejo, lleno de cultura, filósofo terrible, que inopinadamente encontró en esta ciudad gris un día que paso por ella. Mi bisabuelo trabajaba reciamente con el cerebro: lo lejano y brillante a que he aludido más arriba, y que él contemplaba a todas horas, era la esencia divina. Dios y su gloria, el Creador de todas las cosas con sus atributos de amor y de sapiencia. Lo diré en dos palabras: mi bisabuelo, ante todo, era un teólogo.

Mi tío Antonio solía decirme que le ganaba por la mano a Balmes: yo no llego a tanto; pero es lo cierto que sus obras han quedado inéditas y nadie le conoce. Yo conservo los manuscritos; hay, entre ellos, un libro fundamental que se titula Filosofía del Símbolo o mis ideas religiosas y políticas; y hay, además, otros pequeños tratados sobre materias místicas o dogmáticas.

Mi bisabuelo tenía una modestia sencilla y afable; no se atrevió a dar sus obras a la estampa, y fueron precisas circunstancias excepcionales para que publicase los dos únicos libros que tiene publicados: uno, cierta novena a San Isidro Labrador, porque amigos y vecinos (estas viejas que entran en nuestra casa con el rosario, estos vecinos que vienen a calentarse a nuestra cocina) se lo rogaron insistentemente: otro, un pequeño libro formidable, que él creyó un deber de conciencia el publicar.

Yo no sé cómo ocurrió el lance: ello es que allá en Francia, Talleyrand, que ya no se acordaba de que había sido obispo, profirió algunas tremendas impiedades. Entonces, en una ciudad lejana de España, que era Yecla, hubo un pequeño viejo, mi bisabuelo, que se afligió profundamente. Él tenía una pluma y un pensamiento recto y profundo. ¿Cómo, católico fervoroso, iba a dejar pasar estas enormidades sin protesta? No, no podía ser: In communi causa —decía él— omnes homo miles. Y escribió una obra llena de erudición, que se imprimió en Alcoy, sobre recio papel de barba, con esos tipos cuadrados y gordos que usó en Valencia el editor Cabrerizo. Yo he leído el libro; lleva por lema la frase latina que he citado; se titula El contestador a una carta que se quiere suponer escrita por el Príncipe Talleyrand al Sumo Pontífice Pío VII. Lo he leído: es una refutación que hoy, dados los progresos de la apologética cristiana, resulta un poco anticuada: pero hay en este pequeño libro una página en que el viejecito de la capa se yergue como un filósofo profundo; una página soberbia, inquietadora, sobre la idea de tiempo y la eternidad perdurable.