XXVII

MI TÍA BÁRBARA

Respecto a mi tía Bárbara, yo he de declarar que, aunque la llamo así, tía, como si lo fuese carnal, no sé a punto fijo qué clase de parentesco me unía con ella. Creo que era tía lejana de mi padre. Ello es que era una vieja menudita, encorvada, con la cara arrugada y pajiza, vestida de negro, siempre con una mantilla de tela negra. Yo no sé por qué suspiran tanto estas viejas vestidas de negro. Mi tía Bárbara llevaba continuamente un rosario en la mano; iba a todas las misas y a todas las novenas. Y cuando entraba en casa de mi tío Antonio, de vuelta de la iglesia, y me encontraba a mí en ella, me abrazaba, me apretujaba entre sus brazos sollozando y gimiendo.

Si yo la hiciera hablar en estas páginas, cometería una indiscreción suprema; yo no recuerdo haberle oído decir nada, aparte de sus breves y dolorosas imprecaciones al cielo: ¡Ay, Señor! Pero tengo idea de que ella había contado algunas veces la entrada de los franceses en la ciudad el año 1808.

Sí; era una pequeña vieja silenciosa; encorvadita; vivía en una casa diminuta; la tarde que no había función de iglesia, o bien después de la función, si la había (y claro está que en Yecla la había todos los días, perdurablemente), recorría las casas de los parientes, pasito a paso, enterándose de todas las calamidades, sentándose, muy arrebujada, en un cabo del sofá, suspirando con las manos juntas: ¡Ay, Señor!