MI TÍO ANTONIO
Mi tío Antonio era un hombre escéptico y afable; llevaba una larga y fina cadena de oro que le pasaba y repasaba por el cuello; se ponía: unas veces, una gorra antigua con dos cintitas detrás, y otras, un sombrero hongo, bajo de copa y espaciado de alas. Y cuando por las mañanas salía a la compra —sin faltar una—, llevaba un carric viejo y la pequeña cesta metida debajo de las vueltas.
Era un hombre dulce: cuando se sentaba en la sala, se balanceaba en la mecedora suavemente, tarareando por lo bajo, al par que en el piano tocaban la sinfonía de una vieja ópera… Tenía la cabeza redonda y abultada, con un mostacho romo que le ocultaba la comisura de los labios, con una abundosa papada que caía sobre el cuello bajo y cerrado de la camisa. Yo no sé si mi tío Antonio había pisado alguna vez las universidades; tengo vagos barruntos de que fracasaron unos estudios comenzados. Pero tenía —lo que vale más que todos los títulos— una perspicacia natural, un talento práctico y, sobre todo, una bondad inquebrantable que ha dejado en mis recuerdos una suave estela de ternura.
Él era feliz en su modesta posición: no tenía mucha hacienda; poseía unos viñalicos y unas tierras paniegas. Y esos viñalicos, que amaba con un intenso amor, él se esforzaba todas las tardes en limpiarlos de pedrezuelas, agachado penosamente, sufriendo con su gordura.
Digo todas las tardes, y he de confesar que no es del todo exacto, porque muchas tardes no iba a sus viñas. Y era porque él tenía una gran afición a echar una mano de tute en el casino, o bien de domino, o bien de otra cosa —todas licitas—; y así pasaba agradablemente las horas desde después de la comida hasta bien cerrada la noche.
Yo creo que mi tío Antonio había estado en Madrid; no sé cuándo, no sé con qué motivos, no sé cuánto tiempo. Él, cuando estábamos en la sala, y me tenía sobre sus rodillas, siendo yo muy niño, me contaba cosas estupendas que había visto en la corte. Yo soñaba con mi fantasía de muchacho. En una rinconera había un loro disecado, inmóvil sobre su alcándara; en las paredes se veían cuadros con perritos bordados en cañamazo; sobre la mesa había cajas pequeñas cubiertas de conchas y caracoles. Y cuando mi tío callaba para oír el piano que tocaba la sinfonía de El Barbero de Sevilla, yo veía a lo lejos la maravillosa ciudad, es decir, Madrid, con teatros, con jardines, con muchos coches que corrían haciendo un ruido enorme.