LA SEQUÍA
Hay entre nuestros recuerdos, en este sedimento que el tiempo ha ido depositando en el cerebro, visiones únicas, rápidas, inconexas, que constituyen un solo momento, pero que tenemos presentes con una vivacidad y una lucidez extraordinarias.
Yo veo en este instante una calle ancha, larga, de Yecla; el sol reverbera en las blancas fachadas, y contemplo cómo marca en las paredes esas fajas diagonales de luz del alborear o del atardecer. El arroyo está cubierto de una espesa capa de polvo que se levanta por el aire ardiente y forma nubes abrasadoras. Y entre estas nubes aparecen las capas negras de los clérigos, con rameados gualdos, las cotas rojas de los monagos, una alta cruz de plata que irradia lumbre, dos largas ringlas de labriegos que caminan despacio y cantan, en coro fervoroso, una salmodia plañidera…
No veo más; pero ahora puedo reconstruir el ambiente de esos días de sequía asoladora, con las mieses y los herrenes que se agostan, con los frutales que se secan, con los árboles que abaten sus hojas encogidas, con los caminos polvorientos, con las viejas enlutadas que suspiran y miran al cielo abriendo los brazos, con una sorda ira que envenena a los labriegos acurrucados en sus sillas de esparto, en los zaguanes semioscuros, y que estalla de cuando en cuando en golpes y gritos que hacen llorar a los niños.