XXIII

LOS BUENOS MODOS

—Señor Azorín: ¿cree usted que esa postura es académica?

Yo no creo nada; pero quito una pierna de sobra la otra y me quedo inmóvil mirando al escolapio.

Entonces él me explica cómo deben estar los jóvenes sentados y cómo deben estar de pie. Yo ya tenía algunas noticias de esto; en mi pupitre hay un pequeño libro que se titula Tratado de Urbanidad; por mis manos han pasado cuatro o seis ejemplares de esta obra. ¿Qué hacía yo de ellos? Ya no lo recuerdo.

Pero sí que tengo presentes algunas de las cosas que allí se decían; luego he encontrado el libro entre mis papeles, y lo he vuelto a hojear.

«¿Cuándo doblará usted los brazos?» —preguntaba el tratadista; y contestaba a renglón seguido—: «Doblaré los brazos en todo acto de religión, sea en el templo, sea en otra parte, y en los ejercicios literarios cuando el maestro me lo diga.»

Yo he de confesar que no tuve ocasión de doblar los brazos en ningún ejercicio literario. ¿A qué ejercicios se refería el autor? ¿Qué es lo que en ellos se hacía? Todas estas cosas me las preguntaba yo entonces: después, andando el tiempo, creo que he hecho algunos ejercicios literarios, pero no recuerdo haber guardado la prescripción del tratadista.

Tampoco la guardaba entonces respecto a tener las manos metidas en los bolsillos del pantalón; esto era un crimen horrible a los ojos del autor del libro.

«Tener las manos metidas en las faltriqueras del pantalón, sobre todo estando sentado —decía—, es postura indigna y algo más». Y luego de formular este anatema, añadía indulgentemente. «Otra cosa fuera meterlas en la faltriquera del gabán…»

Yo aguardo este libro como reliquia preciosa de mi niñez.