LA MISTERIOSA ELO
Y yo me pregunto: ¿Cómo explicar el carácter de este pueblo, único en España? ¿De dónde proviene este sedimento de tristeza, de amargura y de resignación? ¿Por qué tocan las campanas a todas horas llamando a misas, a sufragios, a novenas, a rosarios, a procesiones, de tal modo que los viajantes de comercio llaman a Yecla «la ciudad de las campanas»? ¿Por qué son tan taciturnos estos labriegos, con sus cabezas pardas, y por qué suspiran estas buenas viejas de casa en casa malagorando?
Y yo quiero imaginar una cosa notable: no os estremezcáis. Yo imagino que estos labriegos y estas viejas llevan en sus venas un átomo de sangre asiática… Desde la ciudad, si vais a ella, veréis en la lejanía la cima puntiaguda y azul del monte Arabí: a sus pies se extiende una inmensa llanura solitaria y negruzca. Y en esta llanura, sobre las mismas faldas del Arabí, se alzaba una ciudad espléndida y misteriosa, dominada por un templo de vírgenes y hierofantes, construido en un cerro. No se sabe a punto fijo, a pesar de las minuciosas investigaciones de los eruditos, qué pueblos y qué razas vinieron en la sucesión de los tiempos —ocho, diez o quince siglos antes de la era cristiana— a fundirse en esta ciudad soberbia y extraña. Venían acaso de las riberas del Ganges y del Indo: eran orientales meditativos y soñadores; eran fenicios que labraban estas estatuas rígidas y simétricas, de sabios y de vírgenes, que hoy contemplamos con emoción en los Museos.
Yo las he mirado y remirado largos ratos en las salas grandes y frías. Y al ver estas mujeres con sus ojos de almendra, con su boca suplicante y llorosa, con sus mantillas, con los pequeños vasos en que ofrecen esencias y ungüentos al Señor, he creído ver las pobres yeclanas del presente y he imaginado que corría por sus venas, a través de los siglos, una gota de sangre de aquellos orientales meditativos y soñadores.