XI

EL PADRE CARLOS

El primer escolapio que vi cuando entré por primera vez en el colegio fue el padre Carlos Lasalde, el sabio arqueólogo. Guardo del padre Lasalde un recuerdo dulce y suave. Era un viejo cenceño, con la cabeza fina, con los ojos inteligentes y parladores: andaba pasito, silencioso, por los largos claustros; tenía gestos y ademanes de una delicadeza inexplicable. Y había en sus miradas y en las inflexiones de su voz —y después, más tarde, cuando lo he tratado, lo he visto claro— un tinte de melancolía que hacía callar a su lado, sumisos, sobrecogidos dulcemente, aun a los niños más traviesos. Parece que el destino se ha complacido en poner ante mí, a mi entrada en la vida, estos hombres entristecidos, mansamente resignados…

El padre Carlos Lasalde, cuando me vio en la Rectoral, me cogió de la mano y me atrajo hacia sí; luego me pasó la mano por la cabeza, y yo no sé lo que me diría, pero yo le veo inclinarse sobre mí sonriendo y mirarme con sus ojos claros y melancólicos. Después, yo lo contemplaba de lejos, con cierta secreta veneración, cuando transcurría por las largas salas, callado, con sus zapatos de suela de cáñamo, con la cabeza inclinada sobre un libro.

Pero el padre Lasalde duró poco en el colegio. Cuando se fue quedaron solas estas estatuas egipcias, rígidas, simétricas, hieráticas, que él había desenterrado en el Cerro de los Santos. Tal vez su espíritu nostálgico se explayaba en la reconstrucción de esas lejanas edades y veía en estos tristes hombres de piedra, sacerdotes y sabios, unos remotos hermanos en ironías y en esperanzas.