IX

LA VIDA EN EL COLEGIO

Nos levantábamos a las cinco; aún era de noche; yo, que dormía pared por medio de uno de los Padres semaneros, le oía, entre sueños, toser violentamente minutos antes de la hora. Al poco se abría la puerta; una franja de luz se desparramaba sobre el pavimento semioscuro. Y luego sonaban unas recias palmadas que nos ponían en conmoción a todos. Estas palmadas eran verdaderamente odiosas; pero nos levantábamos —porque de retardarnos hubiéramos perdido el chocolate— y nos dirigíamos, con la toalla liada al cuello, hacia los lavabos. Aquí poníamos la cabeza bajo la espita y nos corría la helada agua por la tibia epidermis con una agridulce sensación de bienestar y desagrado.

Yo recuerdo que muchas mañanas abría una de las ventanas que daban a la plaza: el cristal estaba empañado por la escarcha; una foscura recia borraba el jardín y la plaza. De pronto, a lo lejos, se oía un ligero cascabeleo. Y yo veía pasar, emocionado, nostálgico, la diligencia, con su farol terrible, que todas las madrugadas a esta hora entraba en la ciudad, de vuelta de la estación lejana.

Cuando nos habíamos acabado de vestir, nos poníamos de rodillas en una de las salas: en esta postura rezábamos unas breves oraciones. Luego bajábamos a la capilla a oír misa. Esta misa diaria, al romper el alba, ha dejado en mí un imborrable sedimento de ansiedad, de preocupación por el misterio, de obsesión del porqué y del fin de las cosas… Yo me contemplo, durante ocho años, todas las madrugadas, en la capilla oscura. En el fondo, dos cirios chisporrotean: sus llamas tiemblan a intervalos, con esas ondulaciones que parecen el lenguaje mudo de un dolor misterioso; el celebrante rezonguea con un murmullo bajo y sonoro: en los cristales de las ventanas, la pálida claror del alba pone sus luces mortecinas.

Después de la misa pasábamos al salón de estudio: y cuando había transcurrido media hora, sonaba en el claustro una campana y descendíamos al comedor.

Otra vez subíamos a estudiar, después del desayuno, y tras otra media hora —que nosotros aprovechábamos afanosamente para dar el último vistazo a los libros— bajábamos a las clases. Duraban las clases tres horas: una hora cada una. Y cuando las habíamos rematado, sin intervalo de una a otra, subíamos otra vez a esta horrible sala de estudio. Estudiábamos media hora antes de comer; sonaba de nuevo la campana: descendíamos —siempre de dos en dos— al comedor. La comida transcurría en silencio: un lector —cada día le tocaba a un colegial— leía unas páginas de Julio Verne o del Quijote. Luego, idos al patio, teníamos una hora de asueto. Y otra vez subíamos al nefasto salón: permanecíamos hora y media inmóviles sobre los libros, y, al cabo de este tiempo, tornaba a tocar la campana y bajábamos a las aulas. Por la tarde teníamos dos horas de clase: después merendábamos, nos expansionábamos una hora en el patio y volvíamos a colocarnos en nuestros pupitres, atentos sobre los textos.

Ahora estábamos en esta forma hora y media: el tiempo nos parecía interminable. Nada pesaba más sobre nuestros cerebros vírgenes que este lapso eterno que pasábamos a la luz opaca de quinqués sórdidos, en esta sala fría y destartalada, con los codos apoyados sobre la tabla y la cabeza entre las manos, fija la vista en las páginas antipáticas, mientras rumiábamos mentalmente frases abstractas y áridas…

Volvía a sonsonear el esquilón: descendíamos, por los claustros oscuros, al comedor. Y cuando habíamos despachado la cena, tiritando, en la larga sala con mesas de mármol, subíamos al segundo piso. Entonces nos arrodillábamos, rezábamos unas oraciones y cada uno se dirigía a su cama.