EL COLEGIO
En Yecla había un viejo convento de franciscanos; a este convento adosaron tres anchas navadas y quedó formado un gran edificio cuadrilongo, con un patio en medio, con una larga fachada, sin enlucir, rojiza, áspera, trepada por balcones numerosos. Hay también en el colegio, en el recinto del convento, un patizuelo silencioso que surte de luz a los claustros de bovedillas, a través de pequeñas ventanas, cerradas con tablas amarillentas de espato. Yo siempre he mirado con una secreta curiosidad este patio lleno de misterio; en el centro aparece el brocal de una cisterna, trabajado con toscas labores blanquinegras, roto: grandes plantas silvestres crecen por todo el piso.
Los claustros del colegio son largos y anchos. Los dormitorios estaban en el piso segundo: destacaban sobre la blancura de las paredes largas rilas de camas blancas. En cada sala —eran dos o tres— había un gran lavabo con diez o doce espitas. Los balcones daban al pequeño jardín que está delante del colegio: a lo lejos, por encima de las casas de la ciudad, se ve el pelado cerro del Castillo, resaltando en el cielo azul.
Abajo, en el piso principal, estaban la sala de estudio, la capilla, los gabinetes de Historia Natural y de Física y dos o tres grandes salones, vacíos, con pavimento de madera, por donde, al andar, las pisadas hacen un ruido sonoro, sobre todo de noche, en la soledad, cuando sólo un quinqué colgado a lo lejos ilumina débilmente el ancho ámbito…
Las escuelas de párvulos y las aulas de la segunda enseñanza se hallan en el piso bajo. Y he de decir, para que no parezca con sólo lo enunciado que es reducido el edificio, que esto se refiere solo al flanco derecho: en el izquierdo están situadas las celdas y dependencias de la comunidad. Nosotros rara vez traspasábamos los aledaños de nuestros dominios. Y cuando esto sucedía, yo discurría con una emoción intensa por las escalerillas del viejo convento; por una ancha sala, destartalada, con las maderas de los balcones rotas y abiertas, en que aparecen trofeos desvencijados: banderas, arcos y farolillos; por un largo corredor, semioscuro, silencioso, en que se ve, junto a una ventana, un cántaro que, al trasminar, ha formado a su alrededor un gran círculo de humedad; por unas falsas situadas sobre la iglesia, en que hay capazos de libros viejos, con los pergaminos abarquillados por el ardiente calor de la techumbre…
La iglesia está contigua al colegio; se entra en ella por la portezuela del coro y por otra pequeña puerta que comunica con un claustro del piso bajo. Nosotros hacíamos nuestras oraciones en la capilla particular que a este fin teníamos en el piso principal; pocas veces nos llegábamos a la iglesia. Y eran los días en que había sermón —que oíamos sentados en los bancos del coro— o las fiestas de Semana Santa, en que permanecíamos mortalmente de pie, en el centro de la nave, durante las horas interminables de los Oficios, bien apoyándonos sobre una pierna, bien sobre otra, para engañar nuestro cansancio.
El comedor estaba en el piso bajo; las ventanas dan a la huerta. A esta huerta yo no he entrado sino en rarísimas ocasiones: para mí era la suprema delicia caminar bajo la bóveda del emparrado, entre los pilares de piedra blanca, y discurrir por los cuadros de las hortalizas lujuriantes.