V

EL SOLITARIO

Y vais a ver un contraste terrible: esta mujer extraordinaria servía a un amo que era su polo opuesto. Vivía enfrente de casa: era un señor silencioso y limpio; se acompañaba siempre tic dos grandes perros: le gustaba plantar muchos árboles… Todos los días, a una hora tija, se sentaba en el jardín del casino, un poco triste, un poco cansado, luego tocaba un pequeño silbo. Y entonces ocurría una cosa insólita: del boscaje del jardín acudían piando alegremente todos los pájaros; él les iba echando las migajas que sacaba de sus bolsillos. Los conocía a todos: los pájaros, los dos lebreles silenciosos y los árboles eran sus únicos amigos. Los conocía a todos: los nombraba por sus nombres particulares, mientras ellos triscaban sobre la fina arena: reprendía a este cariñosamente porque no había venido el día anterior: saludaba al otro que acudía por vez primera. Y cuando ya habían comido todos, se levantaba y se alejaba lentamente, seguido de sus dos perros enormes, silenciosos.

Había hecho mucho bien en el pueblo: pero las multitudes son inconstantes y crueles. Y este hombre un día hastiado, amargado por las ingratitudes, se marchó al campo. Ya no volvió jamás a pisar el pueblo ni a entrar en comunión con los hombres; llevaba una vida de solitario entre las florestas que él había hecho arraigar y crecer. Y como si este apartamiento le pareciese tenue, hizo construir una pequeña casa en la cima de una montaña, y allí esperó sus últimos instantes.

Y vosotros diréis: «Este hombre abominaba de la vida con todas sus fuerzas».

No, no: este hombre no había perdido la esperanza. Todos los días le llevaban del pueblo unos periódicos; yo lo recuerdo. Y estas hojas diarias eran como una lucecita, como un débil lazo de amor que aun los hombres que más abominan de los hombres conservan, y a los cuales les deben el perdurar sobre la tierra.