LA ALEGRÍA
¿Cuándo jugaba yo? ¿Qué juegos eran los míos? Os diré uno: no conozco otro. Era por la noche, después de cenar: todo el día había estado yo trafagando en la escuela a vueltas con las cartillas, o bien metido en casa, junto al balcón, repasando los grabados de un libro. Cuando llegaba la noche, se hacía como un oasis en mi vida; la luna bañaba suavemente la estrecha callejuela; un frescor vivificante venía de los huertos cercanos. Entonces mi vecino y yo jugábamos a la lunita. Este juego consiste en ponerse en un cuadro de luz y en gritarle al compañero que uno «está en su luna», es decir, en la del adversario: entonces el otro viene corriendo a desalojarle ferozmente de su posesión, y el perseguido se traslada a otro sitio iluminado por la luna… hasta que es alcanzado.
Mi vecino era un muchacho recogido y taciturno, que luego se hizo clérigo; yo creo que este ha sido nuestro único juego. Pero a veces tenía un corolario verdaderamente terrible. Y consistía en que una criada de la vecindad, que era la mujer más estupenda que he conocido, salía vestida bizarramente con una larga levita, con un viejo sombrero de copa y con una escoba al hombro. Esto era para nosotros algo así como una hazaña mitológica; nosotros admirábamos profundamente a esta criada. Y luego, cuando en esta guisa, nos llevaba a una de las eras próximas, y nos revolcábamos, bañados por la luz de la luna, en estas noches serenas de Levante, sobre la blanda y cálida paja, a nuestra admiración se juntaba una intensa ternura hacia esta mujer única, extraordinaria, que nos regalaba la alegría…