III

LA ESCUELA

Estos primeros tiempos de mi infancia aparecen entre mis recuerdos un poco confusos, caóticos, como cosas vividas en otra existencia, en un lejano planeta. ¿Cómo iba yo a la escuela? ¿Por dónde iba? ¿Qué emociones experimentaba al entrar? ¿Qué emociones sentía al verme fuera de las cuatro paredes hórridas? No miento si digo que aquellas emociones debían de ser de pena, y que estas debían de serlo de alegría. Porque este maestro que me inculcó las primeras luces era un hombre seco, alto, huesudo, áspero de condición, brusco de palabras, con unos bigotes cerdosos lacios, que yo sentía raspear en mis mejillas cuando se inclinaba sobre el catón para adoctrinarme con más ahínco. Y digo ahínco, porque yo —como hijo del alcalde— recibía del maestro todos los días una lección especial. Y esto es lo que aún ahora trae a mi espíritu un sabor de amargura y de enojo.

Cuando todos los chicos se habían marchado, yo me quedaba solo en la escuela… La escuela se levantaba a un lado del pueblo, a vista de la huerta y de las redondas colinas que destacan suaves en el azul luminoso; tenía delante un pequeño jardín con acacias amarillentas y ringleras de evónimos. El edificio había sido convento de franciscanos; el salón de la escuela era largo, de altísimo techo, con largos bancos, con un macilento Cristo bajo dosel morado, con un inmenso mapa cuajado de líneas misteriosas, con litografías en las paredes. Estas litografías, que luego he vuelto a encontrar en el colegio, han sido la pesadilla de mi vida. Todas eran de colores chillones y representaban pasajes bíblicos; yo no los recuerdo todos, pero tengo, allá en los senos recónditos de la memoria, la imagen de un anciano de barbas blancas que asoma, encima de un monte, por entre nubes, y le entrega a otro anciano dos tablas formidables, llenas de garabatos, largas y con las puntas superiores redondas.

Yo me quedaba solo en la escuela; entonces el maestro me llevaba, pasando por los claustros y por el patio, a sus habitaciones. Ya aquí, entrábamos en el comedor. Y ya en el comedor, abría yo la cartilla, y durante una hora este maestro feroz me hacía deletrear con una insistencia bárbara.

Yo siento aún su aliento de tabaco y percibo el rascar, a intervalos, de su bigote cerdoso. Deletreaba una página, me hacía volver atrás; volvíamos a avanzar, volvíamos a retroceder; se indignaba de mi estulticia; exclamaba a grandes voces:

«¡Que no! ¡Que no!». Y al fin yo, rendido, anonadado, oprimido, rompía en un largo y amargo llanto…

Y entonces él cesaba de hacerme deletrear y decía moviendo la cabeza: «Yo no sé lo que tiene este chico…»