Quiero escribir algunas líneas para esta nueva edición de mi libro. Lo mejor será que yo cuente dónde lo he escrito. Lo he escrito en una casa del campo alicantino castizo. El verdadero Alicante, el castizo, no es el de la parte que linda con Murcia, ni el que está cabe los aledaños de Valencia; es la parte alta, la montañosa, la que abarca los términos y jurisdicciones de Villena, Biar, Petrel, Monóvar, Pinoso. En uno de estos términos está la casa en que yo escribí este libro. Su situación es al pie de una montaña; el monte está poblado de pinos olorosos y de hierbajos ratizos, tales como romero, espliego, eneldo, hinojo; entre estas matas aceradas y oscuras aparecen a trechos las corolas azules o rosadas de las campanillas silvestres, o la corona nívea, con su botón de oro, que nos muestra la matricaria; peñas abruptas, lisas, se destacan sobre un cielo límpido, de añil intenso, y en los hondos y silenciosos barrancos, escondiendo sus raíces en la humedad, extienden su follaje tupido, redondo, las buenas higueras o los fuertes nogales. Y luego, en la tierra llana, aparece una sucesión, un ensamblaje de viñedos y de tierras paniegas, en piezas cuadradas o alongadas, en agudos cornijales o en paratas represadas por un ribazo. Los almendros mezclan su fronda verde a la fronda adusta y cenicienta de los olivos. Entre unos y otros se esconde la casa. Cuando penetramos en ella vemos que su zaguán es espacioso, claro: está empedrado de pequeños guijarros: a la izquierda se divisa la cocina y a la derecha el cantarero o zafariche.
Vayamos por partes. El cantarero en una casa levantina es algo importantísimo, esencial. Lo constituye una ancha losa arenisca, finamente pulida y escodada; encima de ella, puestos en pie, simétricamente, reposan cuatro o seis cántaros de blanco, amarillento barro; colocadas en la boca de los cántaros hay otras tantas jarras o alcarrazas; más arriba, en una leja de madera empotrada en la pared, aparece una colección de picheles vidriados, de vasos de cristal y de bernegales; junto a la losa constitutiva, fundamental, del zafariche, se ve una tinaja con su tapadera de madera y con su acetre de cobre para sacar el agua, y al otro lado de la dicha losa está la almofía o palangana, colocada en aro de hierro que surte del centro de un cuadro de azulejos. En el verano, las alcarrazas y los cántaros, llenos de fresca agua, van rezumando gotas cristalinas, y en la penumbra y el silencio en que está sumida la casa, en tanto que fuera abrasa el sol, es este un espectáculo que nos trae al espíritu una sensación de alegría y reposo.
Las paredes del zaguán que describimos son blancas, cubiertas con cal; en ellas se ven pegadas con engrudo algunas estampas piadosas, que representan toscamente alguna imagen de algún santuario o pueblo cercano; no lejos de estas estampas unas perdices metidas en sus estrechas jaulas picotean en sus cajoncitos llenos de trigo. Observémoslas un momento y después pasemos a la cocina. Nada más sencillo que esta dependencia de la casa. La cocina es grande, de campana; tiene una ancha losa sobre la que se asientan las trébedes y los anafes, y luego, sobre la pared, se levanta otra, renegrida por las llamas, y que es la que se llama trashoguera; el reborde de la campana lo forma una cornisita y en ella aparecerán colocados los peroles, cazuelas y cuencos que han de ser habitualmente usados. La despensa y el amasador están anejos a la cocina; juzgamos inútil ponderar la importancia capitalísima de estas piezas; si la casa es rica, en la despensa veremos muchas y pintorescas cosas que causarán nuestra admiración; allí habrá, colgados del techo, perniles, embutidos y redondas bolas de manteca; allí, en orcitas blancas, vidriadas, tendremos mil arropes, mixturas, pistajes y confecciones que no podemos enumerar y describir ahora. En cuanto al amasador, en uno de los ángulos se ve la masera o artesa con sus mandiles rojos, azules y verdes; los cedazos penden de sus clavos, lo mismo que la cernedera o artefacto en que se apoyan los cedazos cuando se cierne; y en una rinconera, al pie de la tinajita en que se guarda la levadura, están las pintaderas. Las pintaderas requieren dos palabras de explicación: han hecho tanto ruido por el mundo, que bien merecen esta digresión breve. Las pintaderas o pintaderos, son unas pinzas con los rebordes obrados en caprichoso dibujo; con ellas las buenas mujeres caseras adornan y hacen mil labores fantásticas en las pastas domésticas y en los panes que se destinan a las fiestas solemnes; estos panes así trabajados con las pintaderas se llaman pintados y he dicho que las pintaderas son muy traídas y llevadas por el mundo porque, si no ellas, al menos el pan pintado, que con ellas se hace lo estamos nombrando a cada paso en compañía de las tortas…
Mucho tendría que extenderme en las demás estancias y departamentos de la casa. Tendría que nombrar las anchas cámaras donde se guardan colgadas las frutas navideñas: melones, uvas, membrillos.
Hablaríamos también de la almazara, con sus prensas y su molón con la tolva y la zafa de dura piedra. Entraríamos en la bodega y en ella veríamos el jaraíz donde se estrujan los racimos, los toneles en que se guarda el mosto y la alquitara en que se destila el alcohol. Daríamos una vuelta por los corrales y saludaríamos a los valientes gallos, a sus compañeras las gallinas y a los soberbios e inflados pavos. Subiríamos al palomar y les diríamos a las palomas: «Salud, palomas; vosotras sois felices, puesto que voláis por el azul». En el almijar, donde se secan los higos, si era por otoño, cogeríamos uno o dos y paladearíamos sus mieles. En los alhorines del granero meteríamos las manos en el oro fresco del trigo…
Todo esto tendríamos que recorrer y examinar. No quiero fatigar al lector; yo ahora voy a poner la firma a estas cuartillas y me marcho bajo los pinos, que una brisa ligera hace cantar con un rumor sonoro.
Azorín.
Collado de Salinas, julio, 1909.