INTRODUCCIÓN

Antonio Azorín es un libro que presenta dificultades —tal vez insuperables— al crítico que busca la forma de la obra, o, mejor dicho, al lector que se acerca a este libro como si fuera una novela tradicional. Nos parece estéril argumentar si Antonio Azorín es una novela o no, aunque, dadas las peculiaridades estéticas del joven Martínez Ruiz, creemos que originalmente fue concebida como tal; pero si la obra fue concebida como novela, el propósito primitivo ha quedado inconcluso, como se explicará luego. Sin embargo, las ideas de Martínez Ruiz sobre la novela, puesta en boca del protagonista autobiográfico de La voluntad (1902), nos ayudan a comprender la estética formal que subraya la estructura de Antonio Azorín (1903):

Esta misma coherencia y corrección antiartísticas porque es cosa fría —que se censura en el diálogo… se encuentra en la fábula toda… Ante todo, no debe haber fábula… la vida no tiene fábula: es diversa, multiforme, ondulante, contradictoria… todo menos simétrica, geométrica, rígida, como aparece en las novelas. Y por eso, los Goncourt, que son los que, a mi entender, se han acercado más al desiderátum, no dan una vida, sino fragmentos, sensaciones separadas… Y así el personaje, entre dos de estos fragmentos, hará su vida habitual, que no importa al artista, y este no se verá forzado, como en la novela del antiguo régimen, a contarnos tilde por tilde, desde por la mañana hasta por la noche, las obras y los milagros de su protagonista… cosa absurda, puesto que toda la vida no se puede encajar en un volumen, y bastante haremos si damos diez, veinte, cuarenta sensaciones…

(OC, I, 863-864)

En Antonio Azorín es el personaje principal el que da motivación y unidad al libro, pero es un personaje a quien no le pasa nada, a quien le falta una vida exterior, una «historia». En la dedicatoria leemos palabras de Montaigne que describen la actitud del autor hacia la vida de su protagonista: «Je ne puis tenir registre de ma vie par mes actions; fortune les met trop bas: je le tiens par mes fantasies.» Es decir, considera su vida activa de poca importancia. Martínez Ruiz, entonces, va a prescindir de lo episódico —en el sentido novelístico— para hacer destacar las sensaciones íntimas del protagonista, sensaciones producidas por circunstancias nada dramáticas. Aunque después de una lectura de Antonio Azorín podemos reconstruir el esbozo de un argumento, estrictamente hablando la obra no tiene una trayectoria anecdótica que con sus interrelaciones entre ambiente, protagonista, acontecimientos y acciones arrastre al lector por un mundo novelesco. Sólo sabemos que Antonio Azorín vivió en Monóvar donde pasaba su tiempo entre una casa de campo, el mismo pueblo y los alrededores, observando la Naturaleza y los tipos de su tierra natal. Su tío moribundo le llama a Petrel (actualmente el nombre oficial de esta localidad es Petrer) donde se hace amigo de un epicúreo, Sarrio, y se enamora (suponemos) de la hija de su amigo. Su tío muere y, aburrido y entristecido por la vida en Petrel, Antonio Azorín vuelve a Madrid donde es periodista político. Hace algunos viajes a pueblos castellanos donde observa las pobres condiciones económicas y sociales, y al volver a Madrid se encuentra con una visita de Sarrio. Con la despedida de su amigo acaba el libro. Aparte de esto, pocas de las andanzas de Azorín en si le afectan directamente; sólo observa y describe sus impresiones.

Antonio Azorín rara vez dialoga con alguien. Sólo hay diálogo en dieciocho de los cincuenta y nueve capítulos, y casi siempre uno de los contrincantes tiene la palabra, convirtiéndolo todo en monólogo. En cada escena donde hay dos personajes de cierta importancia, uno se caracteriza por una inactividad e impasibilidad exageradas. En fin, Martínez Ruiz ha conseguido eliminar, o reducir a un mínimo, todos los elementos de una novela clásica: argumento, dramatismo y diálogo. Añadiendo a esto el hecho de que no tiene estructura narrativa —es decir, no hay clímax y el final no equivale a conclusión—, nuestra lectura de Antonio Azorín se acaba sin la experiencia de una realidad vivida. Nuestras impresiones son multiformes, contradictorias, fragmentadas; pero tal es el propósito de Martínez Ruiz según lo citado arriba de La voluntad.

El problema de la fragmentación de la sustancia novelesca se agrava aún más si tenemos en cuenta que entre las estampas descriptivas y cuadros de costumbres en que se destaca una aguda observación de detalles y sensaciones sin trascendencia alguna van intercaladas varias historietas y fábulas que podrían existir aisladas, publicadas como obrillas sueltas. Nos referimos a las historias del que se atreve a tocar el piano por primera vez en muchos meses (I, cap. VIII); de la vieja que se obsesionaba por la muerte (I, cap. IX); de don Víctor y su bastón (II, caps. V y VII); y del hombre que desdeñó la posibilidad de una ilusión (II, cap. XIX). Podríamos clasificar como fábulas el discurso que pronuncia Antonio Azorín al grupo de obreros en Elda, cuya tesis es que amor y piedad pueden más que todas las soluciones políticas (I, cap. XIX); el ejemplo simbólico, relatado por Verdú, del agua, la sal y el sol (II, cap. III); y el «Origen de los políticos» en que Martínez Ruiz satiriza a los políticos por falta de inteligencia (II, cap. XVIII)[1].

Así es que el mundo como lo experimentamos objetivamente se esfuma, se transforma bajo una perspectiva que mira sólo hacia lo subjetivo. Y es más que una subjetivación de lo real, de lo externo, porque la realidad interpretada es la especial que se presta a la subjetivación. La tarea —y el goce— del lector, entonces, es coger el ritmo y el tono psicológicos de las meditaciones y de las sensaciones del autor. Ahora, como observador que contempla impasiblemente lo que le rodea, Antonio Azorín (Martínez Ruiz) se fija en pequeñeces diarias y reales buscando no un valor trascendental, sino una sensación producida que puede convertir en un valor, más o menos estético o moral, de «pequeña» filosofía. Desde el punto de vista de un relativismo causado por variaciones en el estado psicológico y en la sensibilidad, lo grande puede ser pequeño y lo pequeño, grande: «Y Azorín piensa que en la vida no hay nada grande ni pequeño, puesto que un grano de arena puede ser para un hombre sencillo una montaña» (II, cap. IV). Llega a tal extremo este afán de parte del artista para captar la impresión, o lo accesorio a la realidad, que se siente frustrado algunas veces ante lo «inefable»: «Yo no voy a expresar ahora lo que Azorín ha sentido mientras llegaba a los senos de su espíritu esa música delicada, inefable. El mismo epíteto que yo acabo de dar a esta música, me excusa de la tarea: inefable, es decir, que no se puede explicar, hacer patente, exteriorizar lo que sugiere» (I, cap. VIII). Hay otros ejemplos en que Martínez Ruiz admite la imposibilidad para las palabras de expresar la sensibilidad humana: «Parecía que con su mirada le acariciaba y le decía mil cosas sutiles que Azorín no podría explicar aunque quisiera. Cuando oímos una música deliciosa, ¿podemos expresar lo que nos dice? No…» (II, cap. XX); y «Yo, Pepita, no podría decirte lo que he sentido cuando he tocado estas naranjas; son cosas tan etéreas que no hay palabras humanas con qué expresarlas…» (III, cap. VI). Es interesante notar que mientras Martínez Ruiz se recrea en largas y detalladas descripciones de lo visual, pintando formas y matices, no es tan sensitivo a las sensaciones de oído y tacto. Lo importante aquí, no obstante, es reconocer que Martínez Ruiz agranda de tal forma los resultados de la contemplación que llegan a llenar toda la experiencia vital.

Esta actitud contemplativa y el consiguiente análisis minuciosamente descriptivo de lo observado no sólo prestan una intensa lentitud a la prosa de Antonio Azorín, sino que también le llevan a Martínez Ruiz a un tedio y un cansancio vital que resultan en meditaciones tristes sobre la inutilidad de la existencia humana. Se convence que frente a una idea, un gesto o un acto de un ser humano la Naturaleza es ciega e indiferente. Contribuye entonces a intensificar este estado vital del protagonista el hecho de que el libro está poblado de viejos, radicados en la soledad, que han fracasado en la vida o que ya no tienen ilusiones. El único remedio para combatir la «corriente inexorable de las cosas», parece, es tomar una actitud también indiferente —como Sarrio y como el Don Quijote derrotado— ante todo lo que sucede.

Lo irónico, sin embargo —e importante para una interpretación de la obra—, es que Antonio Azorín no puede lograr este estado de ataraxia, de indiferencia escéptica. Si está «añejada» en él la inteligencia, que por medio de la observación y el autoanálisis le mostraba lo insignificante de su papel en el universo (II, cap. XVII), también tiene ansia de vivir, de salir de su modorra contemplativa. Por eso se marcha a Madrid a ser periodista, a conquistar la fama. Como en la filosofía de Schopenhauer, la existencia del protagonista vacila entre el mundo de la representación y el mundo de la voluntad[2]. La ironía y el humor que salen a nuestro encuentro a menudo en las páginas de Antonio Azorín le permiten al protagonista mirar con bondad y piedad sobre la estúpida y triste realidad que presencia. Pero por eso no es menos estúpida y triste, y en lo hondo de su personalidad surge el hombre apasionado por la necesidad de cambiarlo todo para el mejoramiento social y económico de España. Y hay momentos de una fe quijotesca en la posibilidad de enderezar los males.

Si Martínez Ruiz, en Antonio Azorín, insiste en la tristeza enfermiza y abrumadora de los pueblos españoles, su postura no es de un pesimismo final, sino más bien de un intento regeneracionista de rectificar las condiciones económicas y sociales. En la última parte de Antonio Azorín, tras un análisis estadístico de la decadencia del pueblo de Infantes, escribe:

Un pueblo pobre es un pueblo de esclavos. No puede haber independencia ni fortaleza de espíritu en quien se siente agobiado por la miseria del medio… El labriego, el artesano, el pequeño propietario, que pierden sus cosechas o las perciben tras largas penalidades, que viven en casas pobres y visten astrosamente, sienten sus espíritus doloridos y se entregan —por instinto, por herencia— a estos consuelos de la resignación… Y habría que decirles que la vida no es resignación, no es tristeza, no es dolor, sino que es goce fuerte y fecundo; goce espontáneo de la Naturaleza, del arte, del agua, de los árboles, del cielo azul, de las casas limpias, de los trajes elegantes, de los muebles cómodos… Y para demostrárselo habría que darles estas cosas.

(III, cap. XIV)

Hasta al principio del libro Martínez Ruiz había elogiado, en sus observaciones de las arañas Ron, King y Pie, los valores sociales que surgen de la teoría de la evolución y la fuerza de la voluntad que predicaba Nietzsche.

Resumen de todo el conflicto de Antonio Azorín es cuando el obispo de Orihuela, empleando palabras que podrían ser del protagonista contemplativo, llama a Nietzsche, Schopenhauer y Stirner caballeros andantes, pero a quienes «les falta esa simplicidad, esa visión humilde de las cosas, esa compenetración con la realidad que Alonso Quijano encontró sólo en su lecho de muerte, ya cuerdo de sus fantasías». Martínez Ruiz nos da su reacción contraria (aunque sea en vena lírica y metafísica): «Sí —piensa Azorín—, en el mundo todo es digno de estudio y de respeto; porque no hay nada, si aun lo más pequeño, ni aun lo que juzgamos más inútil, que no encarne una misteriosa floración de vida y tenga sus causas y concausas. Todo es respetable; pero si lo respetásemos todo, nuestra vida quedaría petrificada, mejor dicho, desaparecería la vida. La vida nace de la muerte; no hay nada estable en el universo; las formas se engendran de las formas anteriores. La destrucción es necesaria» (II, cap. XIV).

No es en vano, entonces, el que Martínez Ruiz sugiera a través de Antonio Azorín la comparación entre su héroe autobiográfico y los dos Alonso Quijanos: Alonso el Bueno y Don Quijote. La diferencia con Cervantes es que en Antonio Azorín no hay progresión de carácter, los dos coexisten en una radical bifurcación de personalidad nunca claramente resuelta.

Algunos críticos han visto esta contradicción en el carácter del personaje central de Antonio Azorín, pero le han dado poca importancia por el tono predominantemente melancólico y escéptico del libro. En realidad, fuera del interés en la página o la estampa típica de lo azoriniano (el tema del tiempo, la atención al detalle cotidiano que produce su emoción, etc.), la crítica ha prestado poca atención al libro Antonio Azorín, tratándolo casi siempre como obra de transición en dirección hacia el Azorín venerado. Y es esta dualidad latente la que nos lleva a una posible solución de un problema, de índole biográfica y creadora, que se le plantea inmediatamente al lector de las primeras obras de José Martínez Ruiz: ¿cómo conciliar al Martínez Ruiz contemplativo de Antonio Azorín —de 1903— con el agresivo pensador sociológico y político de La voluntad, novela terminada meses antes de emprender aparentemente el joven escritor la composición del libro aquí estudiado?

Hasta ahora, todos los críticos han considerado La voluntad (1902), Antonio Azorín (1903) y Las confesiones de un pequeño filósofo (1904) como una trilogía en que se manifiesta la evolución cronológica de un personaje autobiográfico (Antonio Azorín) desde una personalidad agresiva, periodista militante, a un sensitivo escéptico que da trascendencia al detalle, al «primor de lo vulgar», según la exposición tan atinada de Ortega y Gasset. El lector recordará que Antonio Azorín se inicia a la vida en La voluntad y que pasa su juventud escuchando los monólogos pesimistas y llanamente librescos de su maestro Yuste. Al final de la primera parte mueren tanto Yuste como Justina, la prometida de Azorín que había profesado como monja. El joven neurasténico se marcha a Madrid a conquistar la fama; y pronto las inquisiciones intelectuales de Yuste asumen una realidad ante las frivolidades y chabacanerías de la vida de la capital. Azorín sale para Toledo donde describe la tristeza y la resignación de la gente del pueblo castellano. Y con el fracaso de algunas tentativas regeneracionistas se marcha, la voluntad rota, al campo de Jumilla donde contempla la naturaleza con una casi total indiferencia. Esta última parte, desde luego, pertenece al mundo de Antonio Azorín. Pero el tono descendente de la novela se estropea por el Epílogo, que son cartas de José Martínez Ruiz a Pío Baroja llenas de comentario sociológico con tono crítico de la vida económica y social en las provincias españolas. Si la voluntad de Antonio Azorín, el protagonista, sale quebrantada, José Martínez Ruiz no ha abandonado sus intenciones de corregir los males de su patria.

Conviene mencionar ahora la monografía de la profesora Anna Krause, Azorín, el pequeño filósofo, que nos proporciona la interpretación, comúnmente aceptada, de la evolución del personaje literario Antonio Azorín; también es aceptada como la explicación de la conversión del propio autor. Según Anna Krause, La voluntad, sobre todo la primera parte, es una proyección en ficción del ensayo de Nietzsche, «Schopenhauer como educador». Siguiendo a Nietzsche, sin embargo, Martínez Ruiz (Antonio Azorín) no puede aceptar la derrota metafísica del pesimista alemán y se rebela contra su tiempo para crear nuevos valores: destruye para crear. Su fracaso le lleva a ver la vida como una danza de la muerte, como una existencia determinada por la concatenación de causa y efecto, y se obsesiona por la hipótesis nietzscheana del Eterno Retorno. Nos da la impresión de que el nihilismo del final de La voluntad no es la última palabra. Un tono afirmativo anuncia la salvación de Martínez Ruiz, si no de Antonio Azorín; es la fe en el yo íntimo como una realidad única y suprema. Los resultados del descubrimiento de la supremacía del yo asocial, que contribuye a una armonía psíquica con respecto a la realidad externa, se revelan en la serenidad apolínea de Antonio Azorín contrastada con el fervor dionisíaco de La voluntad. La elevación del espíritu culmina en Las confesiones de un pequeño filósofo, libro en que Azorín emerge como el poeta filosófico o el filósofo poético, que vuelve a su niñez en el colegio de Yecla en busca tranquila de su yo idealista. Yecla ya no es el pueblo claramente simbólico de la decadencia social y moral, sino que lo encontramos transfundido en poesía. En fin, Azorín pasa de Schopenhauer (el pesimismo) a Nietzsche (la rebeldía del yo ante su ambiente), y finalmente a la resignación melancólica y escéptica aprendida en Montaigne, cuyo magisterio se vislumbra en la primera parte de La voluntad y luego se realiza en la tercera.

El estudio de la profesora Krause revela una concienzuda preparación humanística que le permite manejar con seguridad la historia de las ideas y moverse entre filosofías y la creación artística. Aquí no voy a entrar en las minucias de su obra, pero sí quiero destacar lo que considero —a la luz de las investigaciones más recientes— errores de enfoque, a través de un comentario de los cuales podemos quizá llegar a una mejor comprensión de las primeras obras de José Martínez Ruiz.

Hay una diferencia en los tonos de La voluntad y Antonio Azorín. Pero si, leyendo con atención, tenemos en cuenta la actitud escéptica y contemplativa de algunos de los capítulos de la primera parte de La voluntad y de la totalidad de la tercera (cuya ironía y humor son muy parecidos a la prosa de Antonio Azorín), si nos fijamos en las conclusiones noventa y ochescas de algunos de los capítulos de Antonio Azorín, las diferencias tienden a reducirse a un cambio de énfasis, sin llamativas alteraciones de ideología ni en el protagonista ni en el autor, Aunque el estudio de la profesora Krause nos ayude a entender los resortes espirituales de la conversión de José Martínez Ruiz en Azorín, no es rigurosamente cronológico: ni las causas del cambio de nuestro autor ni el cambio mismo ocurren entre 1902 y 1903, sino que coexisten los dos estímulos psicológicos durante varios años de la juventud del escritor.

Pido al lector que tenga paciencia con mis disquisiciones, no tan desordenadas como puedan parecer a primera vista, porque creo que no dejarán de despertar cierto interés. Una lectura del periodismo de Martínez Ruiz nos ha demostrado que era un anarquista teórico y ante el hecho —algo más que el anarquista «literario» revelado en sus primeros folletos[3]—; y un repaso del periodismo de Martínez Ruiz durante los primeros meses de 1903, supuesta época de la composición de Antonio Azorín, nos puede indicar si Martínez Ruiz había efectivamente cambiado entre el escribir La voluntad y el formular su Antonio Azorín. El capítulo V de la primera parte y los capítulos VII, VIII, X, XII y XIII de la tercera parte de Antonio Azorín, todos colaboraciones periodísticas que no pertenecen a la redacción primitiva del libro, se publicaron en El Globo en febrero de 1903, como señalo en las notas a esta edición. Son los capítulos en que precisamente más se destaca el noventa y ochismo del autor y en que predica la fuerza y la voluntad. Vemos también que publicó un artículo en que dice que la pedagogía actual en España mata la voluntad, coarta la iniciativa y arranca de la personalidad la audacia y el vigor («La pedagogía», Juventud, Valencia, 1-II-1903). En otro, elogiando a Pi y Margall, escribe que la Revolución dará paz a todas las naciones; paz que vendrá con una religión atea y una política anarquista («El 11 de febrero, Pi y Margall», El Globo, 11-II-1903). Al día siguiente de aparecer otro artículo suyo de índole atea y anticlerical, firma un artículo en El Globo (10-IV-1903), «Jesús», en que interpreta la Pasión con intención política y a la manera anarquista. Y nos llaman la atención sus dos artículos sobre «Nietzsche, español» (El Globo, 17 y 18-V-1903) en que compara al pensador alemán con Gracián y elogia su idolatría de la fuerza y su condenación de la piedad[4]. Nuestras conclusiones sólo pueden ser que Martínez Ruiz sigue manifestando una gran preocupación, de índole crítica, por las realidades socio-políticas de la España del 1900; no hay nada aquí de un tono «apolíneo». Pero tampoco en La voluntad es todo «dionisíaco». Si no ha sabido aprovecharse antes de la técnica feliz de la filosofía de lo pequeño, en sus escritos de creación literaria Martínez Ruiz siempre tenía algo del «pequeño filósofo»: existe en El alma castellana (1900), en La fuerza del amor (1901) y también en La voluntad. Si es escepticismo, paisajismo —o lo que sea— lo que buscamos, lo encontramos en grandes dosis también en La voluntad. Carlos Blanco Aguinaga dice lo siguiente de esta novela: «No es necesario insistir sobre el escepticismo de esta obra: sabemos que es su característica principal»[5].

Si dejamos a un lado el problema de una posible insinceridad, problema que, según creemos, realmente no viene a cuento, el hecho es que somos testigos de una crisis íntima, característica de muchos de la generación, que tiene ramificaciones tanto artísticas como ideológicas. Como se ha dicho antes, el joven Martínez Ruiz se había dedicado, desde 1894, a la propaganda militante del anarquismo. No vacilaba, no se retiró nunca ante los aguijones punzantes de la realidad. Su patria, España, representaba el problema, y las nuevas ideas sociales y económicas eran la única solución realista. Pero sabemos también que su vida de periodista fue dura, que le echaron de las redacciones, que sufrió represalias, de estas que sólo en la vida oficial de Madrid se podrían confabular. El hecho es que en el diario Charivari, publicado en 1897, leemos, con fecha del 2 de abril de 1897, lo siguiente: «Cada vez voy sintiendo más hastío, repugnancia más profunda, hacia este ambiente de rencores, envidias, falsedad… Me canso de esta lucha estéril… Y aunque venciera, ¿qué? ¡Vanidad de vanidades!» (OC, I, p. 287). Y notamos que empieza por citar el «amable escepticismo» de Montaigne con cierta regularidad a partir de Soledades (1898). Es decir, que ya desde 1897 comienza a apuntar más y más el lado contemplativo y escéptico de Martínez Ruiz, aunque siga, por chocante que parezca, su rigurosa postura de anarquista militante. En El Progreso (2-XII-1897), tras criticar, por igual, la vida en la ciudad y la vida en el pueblo —ni le gusta el Ateneo ni el Casino—, Martínez Ruiz escribe:

Es mejor estar aislados en medio de la Naturaleza, en el campo, rodeados de gentes que no entienden de arte, de literatura, de política; solos, en eterno monólogo, en preocupación perpetua de los grandes problemas; sin más amigos que los libros, ni más afán que el trabajo fecundo, silencioso, desinteresado; solos, bajo el cielo sereno, cercados de espesura riente, verde, lozana en la primavera; triste en otoño, cuando en los días grises caen sus hojas como una lluvia de copas amarillas…

No nos debe sorprender, pues, encontrar en Diario de un enfermo (escrito en 1899 y 1900 y publicado en 1901) —la obra más angustiada, más neurasténica, del joven Martínez Ruiz— la siguiente intimidad; «Como antes no supieron comprender la Naturaleza, ni acertaron con la poesía del paisaje, ahora no comprendemos lo artístico de los matices de las cosas, la estética del reposo, lo profundo de un gesto apenas esbozado, la tragedia honda y conmovedora de un silencio» (OC, I, p. 703). Parece sin duda una declaración parcial de la estética que domina la elaboración de Antonio Azorín. Y el hecho es importante porque una redacción primitiva de Antonio Azorín podría ser coetánea, más o menos, de los fragmentos del Diario de un enfermo.

El profesor León Livingstone, a cuyos estudios sobre la novela de Azorín debemos tanto, empleó partes de lo citado arriba como punto de partida en su ensayo sobre Diario, «La estética del reposo»[6]. La tesis principal de Livingstone es que en Diario presenciamos la reducción de la realidad externa a impresiones inconexas que revelan la sensibilidad. El resultado es una dualidad de realismo y antirrealismo. De un lado, el artista concentra su atención en lo externo, en todo su detalle; y del otro, su búsqueda de la sensibilidad producida constituye un desdén de la realidad, cuya existencia se justifica sólo por sus potencialidades estéticas. Todo esto resulta de una indiferencia hacia la independencia de la realidad (pp. 74-75). Los tanteos del incipiente novelista en Diario le llevan a darse cuenta de la trágica división entre la vida y la contemplación de la vida, entre el yo y la conciencia del yo (pp. 75-76). Si Diario de un enfermo puede explicarse en parte —tanto como su versión más ampliada, La voluntad— como fragmentos de una especie de pre-novela sobre las dificultades del artista en trascender la realidad, en hacerla eterna (es decir, como novela sobre la novela o sobre el acto de creación), entonces Antonio Azorín, en su versión original, puede ser la novela, o una de las novelas, que quiere escribir. Si es así, Diario de un enfermo, La voluntad y Antonio Azorín representarían tres tentativas por el joven Martínez Ruiz de acercarse a la novela, o a la prosa puramente artística, con las complicaciones inherentes a interpretar la realidad a través de su sensibilidad entonces fluctuante.

En Madrid, Azorín nos dice que escribió una parte de Antonio Azorín en un cuarto en la calle del Carmen, esquina a la de la Salud, y que metió el manuscrito en un cajón donde «durmió mucho tiempo» (OC, VI, 191 [lo subrayado es mío]). De haber escrito el libro entre mayo de 1902, fecha de la publicación de La voluntad, y mayo de 1903, fecha puesta al final del texto de Antonio Azorín y mes de su salida a los escaparates, el manuscrito no habría podido dormir en un cajón «durante mucho tiempo». También nos dice Azorín que su cuarto en la calle del Carmen daba a una iglesia; lo mismo hallamos en la descripción de su alojamiento que da el protagonista Antonio Azorín en una de sus cartas a Pepita (III, cap. V). En Diario de un enfermo, bajo la fecha del 3 de marzo de 1899, encontramos otro detalle que nos lleva a creer que en 1899 vivía Martínez Ruiz en la calle del Carmen: «Me marcho de Madrid. Al salir del Carmen, la he visto esta mañana…» (OC, I, 702). Si tomamos estas palabras al pie de la letra, como realidad física, y si nos fijamos en que Martínez Ruiz bajaba a la estación del Mediodía para ir a Toledo, parece que vivía entonces en la calle del Carmen. Pero según su propia confesión escribió parte de La voluntad —cuya composición es claramente datable entre 1901 y la primavera de 1902[7]— en un pupilaje en la calle de Relatores (Madrid, OC, VI, 191). Todo lo cual —aunque parezca alambicado— nos hace pensar que parte de Antonio Azorín se redactó con anterioridad a La voluntad y más o menos al mismo tiempo que Diario de un enfermo.

Ya sospechó J. M. Martínez Cachero (ob. cit., pp. 142-143) alguna discrepancia posible entre la fecha de la versión del Antonio Azorín de La voluntad y la de Antonio Azorín, pero optó por la evolución personal de Martínez Ruiz, evolución que para mí no es clara durante estos años, como ya queda dicho. Pero aún hay más que meros datos externos; una interpretación psicológica del protagonista-autor nos apoya en la teoría de que Diario de un enfermo, La voluntad y Antonio Azorín son distintas versiones de la misma obra cuyas diferencias radican principalmente en la momentánea sensibilidad del autor, en que la innuencia del paisaje (Madrid, Yecla, Monóvar) no tenía poco que ver, y en los problemas que cualquier artista tiene al decidir cómo debe escribir su novela.

A continuación mi propósito será establecer las semejanzas de la estructura, el estilo y algunas de las ideas de las tres obras.

Aunque hallemos páginas de antología, como obra artística de conjunto, tal como se ha publicado, Antonio Azorín es muy inferior a La voluntad. Empieza como novela con interesantes posibilidades, pero se deshace hacia los últimos capítulos. En realidad Martínez Ruiz no la termina; como queda constatado en otro lugar de esta introducción, los últimos capítulos de la tercera parte son colaboraciones periodísticas escritas para otras ocasiones y simplemente agregadas al final del libro. La técnica narrativa en estos capítulos cambia totalmente: ya no existe —y el cambio es radical para el lector atento— el narrador que relata las andanzas de Antonio Azorín, sino que se ha sustituido por el yo del observador tan común en los artículos del periódico de

Martínez Ruiz. Si esta primera persona existe en la tercera parte de La voluntad, es el yo de un diario y la transición se hace con dirección y propósito artístico, ya avisado al lector. No es así en Antonio Azorín. Además, los defectos en la técnica narrativa en el capítulo XV de la primera parte y el capítulo IV de la segunda (comentados en las notas) demuestran el descuido de la preparación del texto[8].

En cuanto a la elaboración estructural de La voluntad y Antonio Azorín la mayor diferencia, según nuestra opinión, está en los elementos librescos y la presencia de numerosos artículos periodísticos entretejidos en la narración de la primera novela (véase mi edición de La voluntad). Es decir que La voluntad es una novela mucho más elaborada; y es en esta elaboración libresca donde más se destaca lo violento y agresivo de La voluntad.

Ahora bien, si reducimos La voluntad a su esqueleto más puramente novelesco, podemos notar sorprendentes analogías entre su estructura y la de Antonio Azorín. Los dos libros se abren con una descripción del campo en que el autor nos pinta un panorama sensual del paisaje (del valle de Elda en Antonio Azorín y de los alrededores de Yecla en La voluntad). De forma cinematográfica, nos acerca el artista a una casa y nos describe su interior con todo pormenor, con énfasis en los cuadros que cuelgan de las paredes. Si los ambientes son distintos y los detalles auténticos, es fácil observar que la sensibilidad de Martínez Ruiz se capta por objetos de igual índole: el método y la lente artística son los mismos, sólo la realidad es diferente. En los dos libros hay escenas de Antonio Azorín leyendo y tomando apuntes (La voluntad. I, cap. 7; Antonio Azorín, I, cap. III). También hay los encuentros del protagonista con los clérigos de los pueblos, ambos puramente descriptivos y narrativos, sin tono anticlerical (La voluntad, I, cap. 18; Antonio Azorín, I, cap. XII). Después de la muerte del maestro en ambas novelas, Antonio Azorín se va a la villa y corte a conquistar la fama como escritor. Notamos que la técnica empleada para describir las experiencias del protagonista en Madrid de Antonio Azorín es diferente, por el lirismo y la ironía, pero el resultado es el mismo: se desilusiona ante las zancadillas de la vida de un escritor en Madrid y crece su escepticismo. Sin embargo, a pesar del tono más apagado de esta parte de Antonio Azorín, espigamos una breve descripción de las calles de la capital que proviene de la nerviosidad del protagonista de Diario de un enfermo y La voluntad: «Pasan en formidable estrépito carromatos, coches, tranvías; se oyen voces, golpes violentos, rechinar de ruedas; un organillo lanza sus notas cristalinas» (III, cap. V).

Y Martínez Ruiz presenta sus personajes principales en Antonio Azorín de igual forma que en La voluntad: son encarnaciones de un ideal, a menudo expresado librescamente, sin rasgos de psicología humana. Y cada personaje tiene su paralelo en las dos novelas: Yuste, el paradójico anarquista-metafisico-escéptico y el otro maestro, Pascual Verdú, cuyo pesimismo se cubre con una especie de fe católica en el espíritu. Verdú es el más sencillo de los dos en su personalidad. Y como se ha documentado ampliamente —documentación señalada en las notas al texto de Antonio Azorín—, se trata de un personaje real, tío de Martínez Ruiz, cuyo verdadero nombre fue Miguel Amat y Maestre. Los datos biográficos que el autor atribuye a Verdú son hasta el último detalle los de Amat y Maestre, proporcionados por él mismo en una carta a Martínez Ruiz, en octubre de 1893. Además, la caracterización de Verdú se toma directamente de las cartas personales al futuro Azorín escritas por su tío entre 1892 y 1894, y del contenido de unas conferencias sobre el espiritualismo en el arte que pronunció en el Ateneo de Madrid en 1877[9]. Ahora bien, el pesimismo inicial de Verdú se expresa con muchas de las mismas ideas, hasta de las mismas palabras, con que nos describe Yuste todo lo perecedero del universo. Aunque tenga Pascual Verdú más fe en el espíritu, ambos, él y Yuste, se preocupan por la transmutación de los valores, los cambios en la expresión lingüística y los «jóvenes» y los «viejos» en el mundo de las letras (La voluntad, I, cap. 9; Antonio Azorín, II, cap. V). Por cierto, sus comentarios parecen meditaciones complementarias sobre el problema de las generaciones en la literatura. La caracterización de Yuste se complica en La voluntad precisamente porque Martínez

Ruiz está continuamente intercalando párrafos de sus artículos periodísticos en los monólogos de su maestro. Sabemos que los dos mueren en las novelas y que la reacción del protagonista es la misma. Si Yuste bien podría inspirarse en el abuelo paterno del autor, José Martínez Yuste, muerto en 1878, importante notario yeclano que había cursado Filosofía y que al final de su vida había venido a menos[10], Martínez Ruiz no llegó a conocerle, ni hay evidencia de que la caracterización de Yuste se base en la biografía intelectual del abuelo del autor, más bien al contrario. Por otra parte, si tomamos en cuenta que Amat y Maestre, de quien el autor tenía gratos recuerdos, murió en 1896, se nos ocurre que la experiencia autobiográfica —de tanto peso en los primeros escritos de Martínez Ruiz— habrá producido primero a Verdú y luego desarrollado a Yuste[11].

Volviendo a la semejanza con que esboza sus caracteres en las dos novelas, debemos mencionar al padre Lasalde, el utopista de La voluntad, y su paralelo, Sarrio el epicúreo. Y finalmente, Justina, la novia que tomó el hábito, y Pepita, la alegre hija de Sarrio, también novia de Antonio Azorín. Sospechamos que la segunda estampa de Los pueblos (1905) en que Azorín relata la muerte de Pepita pertenece a la versión original de Antonio Azorín. Si es así, la muerte de las dos novias sería otro paralelo narrativo.

Si agregamos a los datos anteriores un examen del estilo de Martínez Ruiz en las descripciones paisajistas de Diario de un enfermo, La voluntad y Antonio Azorín, veremos otro parecido destacado, cuyos detalles revelan que el escritor de las tres obras no ha evolucionado estilísticamente, como se ha creído antes. Reproduzco algunos fragmentos a título de ejemplo:

De tiempo en tiempo, un almendro retorcido y costroso, una copuda higuera, una palma solitaria que balancea en la lejanía del horizonte sus corvas ramas… Más arriba, perdida ya la franja blanca del mar, enormes moles azules, complicada malla de montañas, la formidable cordillera de Salinas, aledaño de la provincia, con sus estribaciones, ramas, cruzamientos, oteros, hijuelas mil que de la alta madre se desgajan y forman barrancos al abismo, recuestos de sembrado, planos de viñas, cuyo oleaje de pámpanos desborda de los blancos ribazos escalonados… Y por todas partes el empinado muro de las montañas, grises, verdinegras, zarcas las lejanas… Los amplios bancales, las montañas pobladas de pinos, los vastos olivares que bajan hacia la laguna escalonados…

(Diario de un enfermo, OC, I, 706-707)

A lo lejos, una torrentera rojiza rasga los montes; la torrentera se ensancha y forma un barranco; el barranco se abre y forma una amena cañada… Y apelotonados, dispersos, recogidos en los barrancos, resaltantes en las cumbres, los pinos asientan sobre la tierra negruzca la verdosa mancha de sus copas rotundas… Y las viñas extienden su sedoso tapiz de verde claro en anchos cuadros, en agudos cornijales, en estrechas bandas que presiden blancos ribazos por los que desborda la impetuosa verdura de los pámpanos… un tenue telón zarco cierra el horizonte…

(Antonio Azorín, OC, I, 1001-1002; 1, cap. 1).

La verdura impetuosa de los pámpanos repta por las blancas pilastras, se enrosca a las carcomidas vigas de los parrales, cubre las alamedas de tupido toldo cimbreante, desborda en tumultuosas oleadas por los panzudos muros de los huertos, baja hasta arañar las aguas sosegadas de la ancha acequia exornada de Ortigas. Desde los huertos, dejando atrás el pueblo, el inmenso llano de la vega se extiende en diminutos cuadros de pintorescos verdes, claros, grises, brillantes, apagados, y llega en desigual mosaico a las nuevas laderas de las lejanas pardas lomas.

(La voluntad, OC, I, 852)

Además de ser los pasajes de Diario de un enfermo y Antonio Azorín muy semejantes en los detalles observados y hasta en los giros de expresión (las dos son descripciones desde el Collado de Salinas: recuérdese también lo dicho sobre la fecha de composición de las dos obras), notamos que el estilo y la técnica descriptiva de las tres muestras son iguales; no hay variaciones. Sin entrar en una discusión detallada del estilo de Martínez Ruiz ilustrado aquí (lo obvio es la predilección por verbos de moción, «desgajan», «desborda», «extienden», «bajan», etc., el interés en matices impresionistas de colores, y lo geométrico, «planos», «cuadros», «bandas», etc.), conviene destacar que la característica principal es que el autor casi favorece la anteposición de los adjetivos de color y otros de valor altamente descriptivo. En el caso atribuido del adjetivo la anteposición es normal en la prosa, pero cuando se trata de un adjetivo generalmente descriptivo o analítico, tal posición indica una valoración subjetiva de parte del escritor. Describe lo que para él es un elemento ya inherente en el objeto. Ya que no distingue objetivamente (que tal es el propósito de la posposición), pierde su identidad como adjetivo y se incorpora a la realidad del sustantivo. Ahora es el sustantivo, enriquecido, sí, en su poder sugestivo, en que fijamos la atención[12]. Hans Jeschke dice que este giro hacia la valoración subjetiva, característica de toda la generación de 1898, depende de su concepción escéptica del mundo y de su consciente voluntad de relativizar y transmutar todos los valores[13].

Nos hemos preguntado entonces si Antonio Azorín no fue originalmente la primera versión de la novela que Martínez Ruiz quería escribir al principio del siglo; una segunda versión de la cual, más elaborada, que expresa mejor su actitud vital y sus concomitantes paradojas, fue La voluntad. Por no cuajar, probablemente por conflictos espirituales y artísticos, la dejó de lado, y con la confianza ganada por la publicación de La voluntad, con su camino de escritor ya asegurado, la volvió a tocar para publicación en 1903[14]. Pero lo importante no es decidir definitivamente si Antonio Azorín, por lo menos en partes, se compuso con anterioridad a La voluntad, sino darnos cuenta de que la verdadera trilogía, la verdadera «saga de Antonio Azorín», consiste en Diario de un enfermo, La voluntad y Antonio Azorín[15]. A través de estas obras (y el periodismo de Martínez Ruiz) somos testigos de las intimidades de una personalidad que lucha con el conflicto entre la realidad y el arte. Siente la sincera necesidad de confrontarse con las realidades de su patria, pero le acucia un creciente escepticismo con respecto a sus capacidades para efectuar un cambio. La consecuencia es que sufre de lo que para él es la dicotomía entre el vivir, la acción, y el leer, escribir y contemplar —entre la vida y la inteligencia[16]—, ante la cual, por sus análisis destructivos, se paraliza la voluntad y se disgregan los ideales.

Es esta preocupación la que lleva a Martínez Ruiz a meditar sobre el Tiempo y la eternidad; o, mejor dicho, la preocupación por el Tiempo es otra vertiente del mismo problema —problema que constituye, ni más ni menos, la esencia artística e ideológica de Antonio Azorín—. En La voluntad, Yuste dice:

Todo pasa. Y el mismo tiempo que lo hace pasar todo acabará también. El tiempo no puede ser eterno. La eternidad, presente siempre, sin pasado, sin futuro, no puede ser sucesiva. Si lo fuera y por siempre el momento sucediera al momento, daríase el caso paradójico de que la eternidad se aumentaba a cada instante transcurrido… La eternidad no existe. Donde hay eternidad no puede haber vida. Vida es sucesión; sucesión es tiempo. Y el tiempo —cambiante siempre— es la antítesis de la eternidad —presente siempre.

(I, cap. III)[17]

Verdú viene a afirmar lo mismo con respecto a la vida: «Azorín, todo es perecedero acá en la tierra… La vida es movimiento, cambio, transformación» (II, cap. V). Si creemos que la vida implica los valores destructivos del tiempo, que todo gesto o acto del ser humano se esfuma en el olvido, nuestra visión de la existencia tiene que ser pesimista. Y Antonio Azorín se marcha de Yecla y de Monóvar porque Montaigne le había convencido de que el peligro de la vida en los pueblos es el sentirse vivir. «Este sentirse vivir hace la vida triste. La muerte parece que es la única preocupación en estos pueblos…» (La voluntad, I, cap. 7). «Comprender es entristecerse; observar es sentirse vivir… Y sentirse vivir es sentir la muerte…» (La voluntad, I, cap. 25). De Antonio Azorín: «A mí también me sucede lo que a este hombre de Burdeos; pero esto es triste, monótono, y en la soledad de los pueblos esta tristeza y esta monotonía llegan a un estado doloroso. No, yo no quiero sentirme vivir» (II, cap. XXI). De ahí el leitmotiv en Antonio Azorín de la expresión «ya es tarde», como preocupación esencial en los pueblos. Pero la expresión es irónica, no es que haya algo que hacer; al contrario, el sentirse vivir es parar la sucesión de la vida, es no devenir y es sentirse parte de una tradición, la tradición eterna.

La huida de Antonio Azorín a Madrid, sin embargo, y su insistencia en ser el «hombre de todas horas» representan el rechazo de una actitud definitivamente pesimista. Sigue creyendo que en la realidad de la vida el curso del tiempo trae consigo cambio y diferencia y que donde hay tiempo no se encuentra lo eterno. Pero aceptada esta hipótesis el único remedio vital es actuar a base de una voluntad reformadora de la realidad[18]. Si buscamos la conciliación entre la naturaleza perecedera de todo lo exterior y lo eterno de todo lo espiritual, no obstante, el problema queda —en el plano existencial y de acción social— de dificilísima solución.

Otro escritor de la generación de 1898 se encontró ante el mismo dilema: Miguel de Unamuno. Nunca fue capaz de sostener su activismo como socialista, siempre en conflicto con su actitud contemplativa. Mientras Unamuno resolvió el problema vital a través de una continua lucha dentro de una metafísica de paradojas —lucha que bastaba en sí para traerle la inmortalidad—, Martínez Ruiz fracasó, abandonando su posición ante los conflictos de la existencia. Pero como artista, siempre vivió en tensión entre lo temporal y lo eterno, entre lo real y lo espiritual. Y siempre trató de encontrar la fórmula estética para expresar lo físico y lo metafisico sin destruir ni lo uno ni lo otro. Esto es la motivación de toda novela de Azorín[19],