Vuelvo de la estación de Atocha de despedir a Sarrió. Si alguna vez yo tuviera tiempo, escribiría un libro titulado Sarrió en Madrid. Pero no lo tendré: un mazo de cuartillas me espera sobre la mesa; he de leer una porción de libros, he de ojear mil periódicos…
Me siento ante la mesa. El recuerdo de Sarrió acude a mi cerebro: nos hemos abrazado estrechamente.
—¿Sarrió, ya no nos volveremos a ver más?
—Sí, Azorín; ya no nos volveremos a ver más.
Ha silbado la locomotora. Y a lo lejos, cuando se perdía el tren en la penumbra de los grandes focos eléctricos, Sarrió, asomado a la ventanilla, agitaba su antiguo sombrero cónico[130].
Me paso la mano por la frente como para disipar estos recuerdos. Es preciso volver a urdir estos artículos terribles todos los días, inexorablemente; es preciso ser el eterno hombre de todas horas, en perpetua renovación, siempre nuevo, siempre culto, siempre ameno.
Arreglo las cuartillas: mojo la pluma. Y comienzo…
FIN
2 de Mayo de 1903.