XV

Cuando llego a Madrid está cayendo un agua menudita, cernida, persistente. Son las ocho. El cielo está sombrío. Entro en mi cuarto, sin aliento, fatigado. Dejo la capa y el sombrero. Voy a acostarme un rato. Y al ir a entornar las maderas del balcón veo sobre la mesa un papel azul. Un papel azul doblado y cerrado no puede ser más que un telegrama. Yo alargo la mano. A veces, cuando me traen un papel azul, a pesar de haber abierto tantos en las redacciones, siento que resurge en mí la superstición del provinciano. En los pueblos no se reciben telegramas sino para anunciar una desgracia; se conmociona toda la familia; el que lo abre calla y se pone un poco pálido; sus manos tiemblan; todos miran ansiosos… Yo he sentido un tilde de esta ansia cuando he visto, en esta mañana gris, cansado, soñoliento, un telegrama. ¿Qué voy a leer en él? ¿Qué nueva vía desconocida va a abrir en mi vida? Y he alargado la mano perplejo, temeroso. ¡Y no era nada! Es decir, sí que era algo; pero era algo grato, era algo jovial y sano. He aquí lo que decía el telegrama:

«Llego mañana en el correo.»

Verdaderamente, esto no traspasa los límites de una frase vulgar; pudiéramos decir que no sugiere nada agradable. ¡Pero es que este telegrama lo firma Sarrió! ¿Sarrió va a llegar mañana en el correo? Este mañana, ¿cuándo es? Examino la fecha. ¡Este telegrama está puesto hace dos días! ¡Sarrió está en Madrid! Aquí no tendría que poner un solo signo admirativo, sino seis u ocho. ¡Sarrió ha llegado a Madrid sin que yo bajase a la estación a recibirle! Y se pasea por estas calles sin que yo le acompañe. Y tal vez haya comido en Lhardy solo, triste, sin que hayamos podido tener un rato de amena plática ante las viandas exquisitas… Esto es, en realidad, tremendo; ya no tengo sueño. ¿Cómo voy a dormir estando Sarrió en Madrid? Me voy a la calle; creo que mi deber me impone el visitarlo. Pero ¿dónde vive Sarrió? ¿Cómo encontrarlo? He preguntado en seis u ocho fondas; he entrado en los restaurants; me he asomado a los cafés; paso y repaso por casa de Botín; permanezco largos ratos parado en el escaparate de Tournié. Y no lo encuentro. Una vez he creído reconocerlo. Era un señor grueso que salía cargado con unos paquetes de un ultramarinos; yo lo he visto por la espalda; llevaba un sombrero puntiagudo y el cuello del gabán levantado. Este es Sarrió —he dicho—; ese sombrero no lo tiene nadie más que Sarrió; y el llevar el cuello levantado significa que, como viene del mediodía, tiene frío. Todo esto lo he pensado rápidamente; al mismo tiempo que lo pensaba le ponía la mano en el hombro al señor grueso, y gritaba:

—¡Sarrió!

Y entonces el hombre gordo ha vuelto la cara, una cara con ojos pequeños y ribeteados de rojo, y he visto tristemente que no era Sarrió. ¿Dónde vivirá? ¿Dónde comerá? Vuelvo a pasar por casa de Botín; vuelvo a pasarme frente a la vitrina de Lhardy. ¡Y no lo veo!

Y como ya es de noche y me siento fatigado por el precipitado trajín, por el viaje, por el cansancio, me retiro a casa con ánimo de acostarme.