EN INFANTES[122]
Cuando me despierto oigo en la calle, a través de las maderas cerradas, voces, ruido continuo de sonoros pasos, campanadas, trinos de canarios, ladridos de perros. Me levanto; por los cristales veo, enfrente, una ringla de casas bajas enjalbegadas, con las ventanas diminutas, con unos soportales vetustos formados por pilastras de piedra. En una tabla colocada en un balconcillo, a manera de banderola, leo, escrito en gruesas letras: Parador Nuevo de la Plaza —de Juan el Botero— Paja suelta, agua dulce. «Cervantes —pienso— dice que la posada del Sevillano, en Toledo, se veía muy concurrida por la abundancia de agua que se hallaba siempre en ella[123]. El agua, en estos pueblos secos, es un señuelo hoy como en los tiempos de Cervantes.»
El cielo está límpido, radiante. Salgo. Camino por las blancas calles de altibajos solados con guijarros. De cuando en cuando aparece un caserón enorme, dorado, negruzco, rojizo, con la portalada monumental de sillería. Dos columnas dóricas a cada lado de la puerta sostienen el largo balconaje de ancho saliente; otras dos columnas a una y otra banda del hueco rematan en un clásico frontón triangular con las cornisas de enroscadas volutas. Y a una y otra parte de la fachada, en los grandes paramentos de los muros blancos, resaltan sendos y afiligranados blasones pétreos.
Recorro la maraña de engarabitadas callejas. Las puertas y ventanas de los viejos palacios están cerradas; las maderas se hienden, corcovan y alabean; se deshacen en laminillas los herrajes de los balcones; descónchanse los capiteles de las columnas y se aportillan y desnivelan los espaciosos aleros que ensombrecen los muros… Desemboco en una plaza; el sol la baña vívido y confortable; me siento en el roto fuste de una columna. Enfrente se levanta un paredón ruinoso, resto de un antiguo palacio; a la derecha veo las ruinas de una iglesia, con la portada clásica casi intacta, con un arco ojival fino y fuerte, que se destaca en el cielo radiante y deja ver, en la lejanía, entre su delicada membratura, el ramaje seco de un álamo erguido en la llanura inmensa… A la derecha, otra iglesia ruinosa permanece cerrada, silenciosa, y se desmorona lenta e inexorablemente.
Vuelvo a mi peregrinación a través de las calles. Pasan labriegos con sus largas cabazas amarillentas, de cogulla a la espalda; luego, de tarde en tarde, una vieja, vestida de negro, arrugada, seca, pajiza, abre una puerta claveteada con amplios chatones enmohecidos, cruza el umbral, desaparece; una mendiga, con las sayas amarillentas sobre los hombros, exangüe la cara, ribeteados de rojo los ojuelos, se acerca y tiende su mano suplicante. Y a todas horas, por todas las calles, van y vienen viejos, con sus caperuzas y zahones, montados en asnos con cántaros; viejos encorvados, viejos temblorosos, viejos cenceños, viejos que gritan paternalmente a cada sobresalto del borrico:
—¡Jó, buche!… ¡Jó, buche![124]
La plaza es ancha. A un lado se extiende una hilada de soportales; al otro se destaca, recia, la iglesia de sillares rojizos, con su fornida y cuadrilátera torre achatada, y enfrente, en la ringla de casas de dos pisos, corta la blanca fachada, de punta a punta, todo a lo largo, un balcón de madera negruzca, sostenido por gruesas ménsulas talladas, y encima, en el piso segundo, se destaca, salediza, una vetusta galería.
Salgo de la plaza. La calle es recta. A uno y otro lado se alzan los negros caserones con sus rejas gruesas y balcones volados. Y otra iglesia, también ruinosa, también cerrada para siempre, muestra su fachada con medallones y capiteles clásicos… Andando, andando, doy con el campo. La tierra uniforme, desnuda, intensamente roja, se aleja en inmensos cuadros labrados, en manchones verdes de sembradura; un suave altozano cierra el horizonte; una fachada blanca refulge al sol en la remota lejanía.
Camino por las afueras, bordeando los interminables tapiales de tierra apisonada. Un viejo camina con su borrico, cargado con los cántaros, hacia la fuente.
—Buenos días —le grito.
—Dios guarde a usted —me contesta.
Y hablamos.
—¿Hay muchas fuentes en el pueblo?
Él mueve la cabeza, como anunciando que va a hacer una confesión dolorosa. Y luego dice lentamente:
—No hay más que una.
Yo finjo que me asombro.
—¿Cómo? ¿No hay más que una fuente en Infantes?
Y él me mira como reprendiéndome el que haya dudado de su palabra de castellano viejo.
—Una nada más —insiste firmemente—. Y después añade con tristeza:
—Una y mala; ¡que si fuera buena…!
Llegamos a la fuente. No es fuente. Es decir, la fuente está un poco más hallá, en la plaza de las dos iglesias ruinosas y del palacio desplomado; pero como apenas surte agua por sus caños, porque los atanores están embrozados, se ha hecho una sangría en ellos más cerca al nacimiento, y a ella vienen a llenar sus vasijas los buenos viejos. El agua cae en una fosa cavada en tierra; luego desborda y se aleja por las calles abajo formando charcos y remansos de légamo verdoso… En el siglo XVI había en Infantes tres fuentes: la de la Moraleja, la de la Muela y esta otra de la ancha plaza[125]. Los caserones solariegos están abandonados; las iglesias se han venido a tierra, y las fuentes, en esta decadencia abrumadora, se han cegado y han desaparecido…
El viejo llena sus cántaros en el menguado caño.
—¿A cómo venden ustedes el agua? —le pregunto.
—A patacón la carga —me contesta.
—A diez céntimos —dice otro viejo.
Y entonces el viejo a quien yo he preguntado mueve la cabeza con su gesto característico y replica filosóficamente:
—Lo mismo da patacón que diez céntimos.
Cantan a lo lejos los gallos. De pronto vibra en los aires una campanada, larga, grave, sonora, melodiosa; y luego, al cabo de un momento, espaciada, otra, y después otra, otra, otra…
—Esto es a agonía —dice una vieja.
Y el anciano torna a mover la cabeza y exclama:
—La agonía de la muerte…
Y sus palabras, lentas, tristes, en este pueblo sin agua, sin árboles, con las puertas y las ventanas cerradas, ruinoso, vetusto, parecen una sentencia irremediable.
He visitado la casa en que, viejo, perseguido, amargado, expiró Quevedo. Hoy, esta y la casa contigua forman una sola; pero aún se ven claras las trazas de la antigua vivienda y aún perdura íntegro el cuarto donde se despidió del mundo el autor de los Sueños… La casa era pequeña, de dos pisos, sencilla, casi mezquina, sin requilorios arquitectónicos. Tenía una puertecilla angosta, todavía marcada en el muro; por esta puerta se entraba a un zaguán, que más bien era pasadizo estrecho, de apenas dos metros de anchura y ocho o diez de largaria, por el que discurre, soterrado, un arbellón que conduce las aguas llovedizas desde el patio a la calle. El patio —aún subsistente— es pequeñuelo, empedrado de guijos, con cuatro columnas dóricas, con una galería guarnecida con barandado de madera.
A la izquierda, conforme se entra en la casa, cerca de la puerta de la calle, se abre otra puerta chica. Y esta puerta franquea una reducida estancia, cuadrada, de paredes lisas, húmeda, de techo bajo, con una diminuta ventana.
Y una vieja, una de esas viejas de pueblo, vestida de negro, recogida, apañada, limpia, la cara rugosa y amarilla, me ha dicho:
—Aquí, aquí en este cuartico es donde dicen que murió Quevedo…
¿Cómo este pueblo, rico, próspero, fuerte en otros tiempos, ha llegado en los modernos al aniquilamiento y la ruina? Yo lo diré. Su historia es la Historia de España entera a través de la decadencia austriaca.
Infantes, en 1575, lo componían 1000 casas; hoy lo componen 870. «Yo no recuerdo haber visto en treinta años —me dice un viejo— labrar una casa en Infantes.» Contaba el pueblo en 1575 con 1300 vecinos; 1000 eran cristianos viejos; los otros 300 eran moriscos. Era un pueblo nuevo, aristócrata, enérgico, poderoso, espléndido. «Nunca fue mayor —dicen las Relaciones topográficas, inéditas, ordenadas por Felipe II—; nunca fue mayor; siempre ha ido en aumento y va creciendo.» En sus casas flamantes, de espaciosos salones, de claros y elegantes patios acolumnados, habitaban cuarenta hidalgos. Y este pueblo era como la capital del «antiguo y conocido campo de Montiel», que abarcaba veintidós pueblos, desde Montiel hasta Alcubillas, desde Villamanrique hasta Castellar.
Y en esta centralización aristocrática y administrativa ha encontrado Infantes su ruina. Los hidalgos no se ocupan en los viles menesteres prosaicos. Tienen sus tierras lejos; hoy Infantes carece de población rural; entonces tampoco la tenía. Las clases directoras poseían sus haciendas en término de la Alhambra. Contaba entonces la Alhambra con una población densa de caseríos y granjas. Todavía en el siglo XVIII, según el censo de 1785, ordenado por Floridablanca, eran veinticuatro las granjas situadas dentro de los aledaños de la Alhambra. Y en 1575 existían en sus dominios las aldeas de Laserna, con 15 o 16 casas; la Nava, con 15; el Cellizo, con 10; Pozo de la Cabra, con 15; La Moraleja, con 12; Santa María de las Flores, con 12; Chozas del Aguila, con 8…
¿Cómo era posible que teniendo los señores lejos sus tierras las cultivasen con el amor y la atención con que, en el caso de verse libre de sus prejuicios antieconómicos, las hubiesen cultivado bajo su inmediata dependencia?
Tenían el eterno mayordomo, que aún perdura en las Castillas, y en Albacete, y en Murcia; pasaban por alto las trabacuentas y gatuperios del delegado; necesitaban dinero para su vida fastuosa y lo pedían a todo evento. Y la ruina llegaba inexorable.
Infantes, como tantos otros pueblos del Centro, se arruinó rápidamente en dos siglos.
Ya este sistema de explotar la tierra sin contribuir a fortalecerla, canalizando ríos, regalándola abonos, conduce derechamente al agotamiento, sin remedio. Juntad ahora a esta decadencia de la agricultura la decadencia de la ganadería. Siempre —y este es un mal gravísimo— han andado en España dispares y antagónicas la agricultura y la ganadería. Esta separación ha contribuido a concentrar en pocas manos la riqueza pecuaria; ha impedido su difusión y crecimiento; ha dificultado la cultura, en cada región, de las especies más convenientes; ha privado, en fin, de los aprovechamientos de los ganados al beneficio de los campos.
Una y otra cultura, la de la tierra y la de la ganadería, se han hostilizado durante siglos; una y otra se han arruinado y han traído aparejada en su ruina la ruina de España. La de la tierra, por falta de agua (Infantes, entre 14 000 hectáreas, tiene 6 de regadío constante) y por la estatificación de los procedimientos de cultivo; la de la ganadería, por el cambio radicalísimo de la propiedad adehesada, producido por la desvinculación y desamortización, por la roturación de los pastos, por el cegamiento de veredas, cordeles y cañadas, y por la baja del Arancel en lo referente a importación de lanas extranjeras.
Hemos de sumar aún a estas causas y concausas de abatimiento las continuas y formidables plagas de langosta, que, desde hace siglos, caen sobre estas campiñas, como las de 1754, 55, 56 y 57, de que habla Bowles en su Introducción a la geografía física de España[126]. Hoy la langosta es la obsesión abrumadora de los labradores manchegos. «Más que de los tiempos de llover o no llover —he oído decir a un labriego esta mañana en la plaza—, me acuerdo de la langosta.»
Añadamos también las poderosas trabas de la amortización, tanto civil como eclesiástica. La amortización acumula en escasas manos la propiedad territorial; se paraliza el comercio de las tierras fragmentadas —que no existen—; la dificultad de adquirir la tierra encarece su precio; las inmensas extensiones conglomeradas imposibilitan el cultivo intensivo, matan la población rural y ponen rémora incontrastable a las obras de irrigación y de labranza[127].
Y cuando hayamos ensamblado y considerado todos estos motivos de ruina que han convergido sobre este pueblo, como sobre infinidad de tantos otros, todavía habremos de juntar a ellos, como calamidad suprema, otra poderosísima que inaugura la Casa de Austria, con Felipe II, y persevera con intensidad ascensional hasta estos tiempos. Hablo de la burocracia y del expediente.
En Infantes viven y brujulean al finalizar el siglo XVI los siguientes funcionarios políticos y judiciales: el vicario mayor de Montiel, otro vicario, un notario, un alguacil fiscal, un gobernador, un teniente del gobernador, un alguacil mayor, un escribano de gobernación, un alcaide de la Cárcel, diez y siete regidores, un fiel ejecutor, un depositario general, un mayordomo y procurador del Concejo, un escribano del Concejo… El vicario no tiene sueldo fijo, pero cobra el aprovechamiento de los derechos de su judicatura, y para que sean crecidos y suculentos sabrá ingeniarse sagazmente; el gobernador percibe 200 000 maravedís, y de ellos da 20 000 a su teniente; además, el gobernador «tiene, de los maravedís que en nombre de Su Majestad se ejecutan, ciento y cincuenta maravedís cuando la cantidad llega a cinco mil maravedís, y no más aunque pase, y de allí abajo, a real de plata»; y es preciso reconocer que el señor gobernador —ni más ni menos que los gobernadores de ahora en otros órdenes— hallará trazas para que los maravedís ejecutados lleguen siempre, caiga el que caiga, a los cinco mil codiciados.
Falta, para dejar completa la plantilla, consignar que el alcaide de Cárcel cobra maravedís 12 000, que el fiel ejecutor disfruta de un sueldo de 6000, y que cada regidor —y no olvidemos que son diez y siete— percibe por sus respectivas barbas, 600.
Infantes y los pueblos comarcanos son pobres; no tienen agua; no hay en ellos rastro de huerta; no cultivan frutales; la cultura del grano se hace a dos y tres hojas. ¿Cómo con esta pobreza pudiera mantenerse tan complicada y costosa máquina administrativa? No es posible; apenas si durante un siglo alienta. El creciente desarrollo que los vecinos notan en su contestación al Cuestionario de Felipe II se detiene al promediar el siglo XVII; y luego, cuando, al final, la miseria cunde por toda España, Infantes se doblega; las nobles familias se arruinan; se cierran los grandes caserones; desaparecen hidalgos y burócratas. Y en este ambiente de abatimiento, de abstinencia, de ruina, el espíritu castellano, siempre propenso a la tristura, acaba de recogerse sobre sí mismo en hosquedad terrible.
«No hay arboleda ninguna en estas huertas ni en la villa —declaran en 1575 los vecinos—, porque no se dan a ello; antes cortan los árboles que hay, porque son poco inclinados a ello.» «Las casas —dicen en otra parte— son bajas, sin luceros ni ventanas a la calle.»
El odio al árbol y el odio a la luz… Aquí, en la ancha cocina de la posada, esta noche, al cabo de tres siglos, un viejo me dice:
—En este pueblo las casas tienen las ventanas y las puertas cerradas siempre. Yo no recuerdo haber visto algunas nunca abiertas; los señores salen y entran por las puertas de servicio, a cencerros tapados. Es un carácter huraño el de las clases pudientes; una honda división las separa del pueblo. Y los señores, cuando dan las ocho de la noche, si quieren salir de casa, han de hacerse acompañar de dependientes y criados…
Suena una larga campanada grave, melódica, sonorosa, pausada. Luego rasga los aires otra, después otra, después otra… Yo pienso en las palabras del viejo, esta mañana, junto al caño del agua:
—Esta es la agonía; es la agonía de la muerte…
Y cuando he salido a la calle y he peregrinado entre las tinieblas, en la noche silenciosa, a lo largo de los vetustos palacios, al ras de las enormes rejas saledizas, que tantos suspiros recogieron, he sentido una grande, una profunda, una abrumadora ternura hacia este pueblo muerto.