XII

HACIA INFANTES[120]

… Otra vez me veo entre cristal y cristal, liado en mi capa, el sombrero gacho, sobre las rodillas la manta, la inevitable maleta de cartón al lado. El coche resbala sobre el asfalto; pasamos entre el vaivén mundano, al anochecer, de la Carrera de San Jerónimo. A lo largo del paseo de las Delicias brillan, en la foscura, acá y allá, vacilantes, trémulas, entre el ramaje seco, las luces del gas. Sobre la fábrica de electricidad, a la derecha, se eleva un nimbo blanco del humo en que el resplandor refleja. Y los grandes focos, orlando las líneas de los desnudos árboles, arrojan una pálida claror, difusa, matizada, turbia[121].

El tren va a partir. Chirrían las carretillas y diablas; suena un campanilleo persistente, largo, apremiante; vocea con voz plañidera un vendedor de periódicos. Y las portezuelas se cierran con estrépito, a intervalos… Es el expreso de Andalucía. Subo a un vagón. Un viejo de larga barba blanca arregla en las redecillas una maleta; un señor embozado en amplia capa parda mira con fúlgidos ojuelos sobre el embozo; en un ángulo frente al viejo, una joven, trajeada con hábito franciscano, permanece inmóvil…

El tren parte. Cruzan los verdes y rojos faros; a lo lejos, en las tinieblas de la noche, una muchedumbre de lucecillas imperceptibles brilla, parpadea, desaparece, surge de nuevo, torna a ocultarse. Y en el cielo hosco, sobre la gran ciudad, aparece —emanación de los focos eléctricos— como una tenue, difuminada claridad de aurora. En el coche, la mortecina luz de la lamparilla cae sobre los cuadros, rojos, azules, negros, de una manta, resbala sobre la uniformidad parda de la pañosa castellana, se desliza, medrosa, entre las largas y argentadas hebras de la barba del anciano.

Cruzamos vertiginosos ante una estación, y se oye un largo campanilleo, que se pierde rápidamente; luego aparece, desaparece un faro verde. Y las tinieblas tornan impenetrables. La ventanilla está elevada hasta el comedio; por el espacio abierto, en la negrura intensa del cielo, una estrella fulgura, ya blanca, ya azul, ya violeta, ya anaranjada, en rápidos, en vivos, en misteriosos cambiantes.

El tren corre frenético por la llanura infinita de la estepa. El anciano junta su calva, en misterioso cuchicheo, a la cabeza sonriente de la niña.

—San Francisco el Grande —oigo decir al viejo— se parece al panteón que vimos en Roma… al panteón de Humberto.

—Sí, sí —dice la niña—; se parece al panteón de Humberto; pero aquel tiene luz cenital.

El viejo calla un momento; está reflexionando… Y luego corrobora gravemente:

—Sí, sí; es verdad: tiene luz cenital.

Yo intento dormir; no puedo. En el centro del coche, sobre una maleta en pie, que no cabe en las rejillas ocupadas, a modo de velador, he colocado unos periódicos. Tomo uno ilustrado; leo al azar un párrafo:

«El acto realizado por el joven ex ministro de Agricultura ha tenido gran resonancia y debe tener trascendencia.»

Dejo el periódico; trato de dormir otra vez; abro de nuevo los ojos, exasperado. En la negrura, la estrella titilea, blanca, violeta, azul, anaranjada; una luz pasa vertiginosa y marca sobre los cristales una encendida estela fugitiva.

Y cuando el tren se detiene de pronto ante una estación solitaria, oigo, en el profundo reposo de la llanura, el tric-trac del telégrafo, sonoro y presuroso.

A las dos de la madrugada el destartalado carricoche va rodando, hundiéndose en los hondos relejes, saltando sobre los agudos riscos, por las anchas calles blancas de la ciudad manchega. Corre un viento sutil y helado. Las luces eléctricas difunden una claridad opaca. A un lado y a otro se extienden las fachadas en anchas pinceladas de blanco sucio. La tartana se desliza, interminable, a lo largo de las calles interminables, con un ruidoso traqueteo que repercute en los ámbitos oscuros. Un instante; creo que se detiene. Sí, sí; se ha detenido. El zagal aporrea bárbaramente una puerta.

Transcurre un largo rato; vuelven a sonar los recios golpes; se hace otra larga pausa; es de nuevo la puerta aporreada. Y entonces se percibe en lo hondo una voz que grita: «No, no hay habitación en esta casa».

—¿Sabe usted? —me dice el zagal—. Es que ha llegado una estudiantina, y están todas las fondas ocupadas.

Vuelve a rodar la tartana por las calles desiertas. Se oyen, a lo lejos, dos campanadas largas. Son las dos y media. Otra puerta torna a ser aporreada formidablemente. Tampoco hay habitación en esta casa. Y hay que volver al siniestro paseo por la enorme ciudad solitaria… Las luces brillan mortecinas; un perro aúlla en la lejanía. Y cuando, golpeada la tercera puerta, nos han abierto, yo he bajado de la tartana perplejo y asombrado. Sí, sí que hay habitación. Y esta habitación está allí cerca, a la derecha de la puerta, recayente al patio, al final del zaguanillo de cuadrilongos ladrillos rojizos.

La casa es de dos pisos, enjalbegada de yeso blanco, con rejas coronadas por elegantes cruces de Santiago. El patio está formado por una anchurosa y cuadrada galería, sostenida por ocho columnas dóricas, bordeada por una vetusta barandilla, sombreada por saledizos aleros negros.

Dos de los lados han sido tapiados para formar habitaciones; los otros dos permanecen al descubierto.

Mi cuarto es hondo, lóbrego, estrecho, bajo; las paredes están rebozadas de cal blanca; la puerta, ancha y achaparrada, está compuesta por cuadrados y cuadrilongos cuarterones; en el centro, abierto en talla, entre dos flores de lis campea un escudo; sobre el dintel, una ventanilla aparece cerrada por diminuta reja, formada con una redonda cruz santiaguesa. Dentro hay una silla, un espejo, una microscópica palangana. Y sobre dos banquillos, que sostienen cuatro tablas, un colchón angosto y retesado.

Me acuesto sobre el duro alfamar, apago la luz. Y oigo en la lejanía tres campanas, que caen lentas, solemnes, y una voz casi imperceptible por la distancia, que grita en un plañido largo: Ave María Purísima

Las casas de Valdepeñas son blancas y bajas.

De rato en rato, al paso, se columbra por las puertas entreabiertas el patio clásico con las columnas dóricas y el zócalo azul, con el evónimus raquítico y el canapé de enea. Una ancha faja de añil intenso encuadra las portadas; sobresalen adustos los viejos blasones; se destacan las afiligranadas rejas con la blancura de los muros. Y en la calle, empedrada de punzantes guijarros, entre el ángulo de la pared y el piso, al pie de los zócalos rosas o azules, corre una cinta de espesa y alegre hierba verde.

El cielo está radiante, limpio, de un azul pálido. Llegan lejanos sonoros repiqueteos de fragua. El sol refulge en las fachadas. Cantan los gallos. Y de pronto la enorme diligencia parte, con formidable estrépito de herrumbres, en dirección a Infantes, donde expiró Quevedo, hacia «el antiguo y conocido campo de Montiel», por donde Cervantes hizo caminar a Alonso Quijano la vez primera…