XI

Vuelvo a Madrid. Yo quisiera decir algo de ese clérigo que he visto en Maqueda, sucesor, a través de los siglos, del buen clérigo del Lazarillo. He hecho el viaje por saturarme de estos recuerdos de nuestros clásicos. No basta leerlos; hay que vivirlos: contemplar el mismo paisaje que columbraron Cervantes o Lope, posar en los mismos mesones, charlar con los mismos tipos castizos —arrieros e hidalgos—, peregrinar por los mismos llanos polvorientos y por las mismas anfractuosas serranías.

Maqueda es un pueblecillo caduco, con un formidable castillo gualdo, con los restos de una alcazaba y la osamenta de una iglesia arruinada. Desde lo alto del castillo he contemplado el llano inmenso, gris, negruzco, cerrado en la lejanía por una línea azul, surcado, en fulgente meandro, por un riachuelo que corre entre dos estrechas bandas de verdura.

Ya pintaré, cuando esté más descansado, este pueblecillo y este campo. Ahora no tengo tiempo. Voy al periódico; he de ir luego a la Biblioteca… Esto de hacer artículos es terrible: otra vez, después de este breve descanso, he de volver a ser hombre de todas horas, como decía Gracián.

Sobre la mesa tengo un montón de periódicos. Siento un leve terror. Les despojo de sus fajas y voy repasándolos lentamente… Y de pronto me pongo un poco pálido y dejo caer de las manos uno de los periódicos. Se trata de El Pueblo, de Valencia. ¿Qué dice? Habla de un artículo mío. Y este artículo «es lo más atrevido, rebelde y verdaderamente revolucionario que ha publicado la prensa española, tan tímida y parapoco, hace muchos años».

¡Caramba! —exclamo—. He hecho una atrocidad sin querer. El otro día se conmovió el Heraldo por un artículo mío, y ahora este Castrovido[119] dice esas cosas tremendas hablando de otro… ¡Caramba! Yo no me atrevo a salir a la calle, a ir tímidamente al Ateneo, a pedir un libro en la Biblioteca, a entrar en la librería de Fe… ¿Tomaré el tren otra vez? Sí, sí; es preciso que yo coja el tren otra vez.