IX

EN TORRIJOS

La hermosa iglesia de Torrijos la ha fundado una mujer.

Esta buena mujer no quiere ponerse sus trajes suntuosos, pero se los pone por complacer a su marido. Y cuando se los pone se dirige al Señor y le dice: Tú, Señor, sabes que nunca estos arreos y vestidos me pluguieron. Y se queda un poco satisfecha, pensando que lo hace por obligación. ¿Qué va a hacer una señora bonita, rica, y que además tiene que presentarse todos los días ante los reyes? Porque su marido es comendador mayor y contador mayor de los Reyes Católicos. Ella se llama doña Teresa Enríquez y él don Gutierre de Cárdenas. Viven con gran atuendo; pero ella hace muchas limosnas, es piadosa, recuerda siempre a su marido que sea escrupuloso en el despacho de los negocios, y sobre todo que los despache pronto. Y don Gutierre la atiende, como es natural, tratándose de quien se trata, pero le choca un poco esta oficiosidad de su mujer. Y muchas veces le dice, «muerto de risa» (según cuentan los historiadores), a la reina doña Isabel: Señora, suplico a vuestra alteza que me firme este negocio, que traigo quebrada la cabeza de las persuasiones que doña Teresa me ha hecho diciéndome que despache los negocios y que haga limosnas; que en verdad, más me predica ella que los predicadores de vuestra alteza.

¿Hace bien doña Teresa? Sí; indudablemente, hace bien. Y por eso la reina le contesta a don Gutierre, no muerta de risa como él, pero sí sonriendo benévolamente: Todo es menester, comendador. Y además de esto, para que cunda el ejemplo, manda que sus damas principales acompañen a doña Teresa en las visitas que todos los viernes y durante la cuaresma hace a los hospitales. ¿Quién podrá decir, aparte de esto, lo que ella hizo en la guerra de Granada? Esta misma pregunta se hacen los historiadores y no aciertan a contestarla; tantas y tales son las cosas excelentes que habría que contar. Además, de su matrimonio ha tenido dos hijos y una hija, y todos los ha educado cristianamente. De los hijos, uno fue duque de Maqueda; el otro, que se llamaba Alonso, murió de una caída de caballo. La hija fue condesa de Miranda. No ha tenido más hijos, porque se ha quedado viuda.

Y ahora que no tiene obligación de ponerse vistosa y elegante, sí que ha soltado la rienda a su modestia. Lo primero que ha hecho es vestirse con un hábito de viuda, es decir, con un manto de paño negro común y unas tocas blancas gruesas. Luego se ha venido a Torrijos y aquí ha vivido recogida durante treinta años. Los años son malos; se han echado encima hambres, crueles carestías, guerras, y doña Teresa ha tenido materia en que ejercitar su virtud. Las tierras que posee son inmensas; dispone de diez cuentos de renta. Pero muchas de las tierras que posee están yermas. ¿Cómo va ella a cultivarlas todas? ¿Qué sabe ella de esas tracamundanas? Por este motivo ha mandado pregonar que los labradores que quieran venir a romper y beneficiar sus dehesas pueden venir tranquilamente. Y han venido, en efecto, muchos, porque como son tierras nuevas, rinden copia de frutos. Ni en su tiempo ni siglos ainde, yo creo que no serán muchos los que imiten a doña Teresa.

Y no para aquí su magnanimidad, sino que rescata cautivos, proporciona médicos y camas a los pobres, convierte a buen vivir a las mujerzuelas baldías. En Almería y en Maqueda ha fundado algunos conventos; en Torrijos también ha fundado uno; y además un hospital, y además ha mandado construir una iglesia. Sus coetáneos dicen que esta iglesia es un «maravilloso edificio», y las guías modernas confiesan que es «grandioso». Ni unos ni otros se equivocan.

Ya parece que doña Teresa está medio sosegada; ha gastado casi toda su fortuna en buenas obras, y esto da tranquilidad de ánimo. Sin embargo, un día le enteran de que allá, muy lejos, en Roma, «cuando llevan el Sacramento a los enfermos no lo llevan con la reverencia que es razón». ¿Podré pintar su desconsuelo? Doña Teresa cavila y se desazona; ella estaba ya un poco tranquila, y ahora vuelve a sentirse angustiada. ¡No; eso no puede continuar de ese modo! Y decide construir en un templo de Roma una suntuosa capilla, a la cual dota de espléndidos ornamentos para que el Señor sea llevado con decoro.

Y así ha vuelto a sosegarse su espíritu, y ha continuado viviendo silenciosa, pobre, caritativa.

Cuando ha muerto no tenía más que una mísera cama y cincuenta reales. Y ella ha dispuesto en su testamento que todo esto sea para los pobres[116].