EN EL TREN[112]
… En el balcón luce, imperceptible, opaca, tenue, una ancha faja de la claror del alba. Y en la puerta, de pronto, oigo un persistente tarantaneo. Me levanto: me he retirado de la redacción a las dos de la madrugada; es preciso salir… Las calles están desiertas; pasa de cuando en cuando un obrero, con blusa azul, cabizbajo, presuroso, las manos en los bolsillos, liada la cara en bufanda recia; pasa una moza con el mantón subido, pálida, ornados los ojos de anchas ojeras lívidas; pasa un muchacho con un enorme fajo de carteles bajo el brazo. Comienzan a chirriar las puertas metálicas de las tiendas; suenan lentas, graves, una a una, las campanadas de una iglesia. Y un coche se desliza ligero, con alegre tintineo, sobre el asfalto.
Lo tomo. Descendemos por la carrera de San Jerónimo; luego avanzamos a lo largo del paseo de las Delicias, entre el ramaje seco del arbolado; cruzamos frente a la ronda de Valencia; bajamos por una vía ancha, solitaria, pendiente. A lo lejos, la enhiesta chimenea de una fábrica difumina, con denso humacho negro, el cielo radiante, de azul pálido; una tenue neblina cierra y engasa el horizonte, y entre las ramas desnudas de los árboles, casi a flor de tierra, en la lejanía, asciende lento y solemne, un enorme disco de oro encendido…
He tomado el billete, y paso al andén. En la puerta dos mujeres pleitean con el mozo. Son dos viejas cenceñas, enjutas, acartonadas; visten los oscuros trajes de la gente castellana —azul oscuro, pardo negruzco, intenso blavo—. Una de ellas tiene la nariz remangada y la boca saliente; otra tiene la boca hundida y la nariz bajeta. Y las dos miran al mozo, mientras hablan, con sus ojuelos grises, diminutos, un poco ingenuos, un tilde picarescos. El mozo no las quiere dejar pasar; dice que sus billetes de ida y vuelta están caducos. Y ellas chillan, claman al Señor, se llevan las manos a la cabeza, y me miran a mí, como pidiendo mi intervención definitiva.
—¡El tío jefe —dice una de ellas— nos vido montar en el tren el lunes!
—Sí —corrobora la otra—, el tío jefe nos vido. Yo intervengo: indudablemente, el jefe de la estación de Bargas puso una fecha atrasada al troquelarles sus billetes. Porque estas dos viejas vienen de Bargas. Y luego, cuando al fin han pasado y hemos subido al coche, me han contado su historia.
Ellas vienen a Madrid todos los sábados por la tarde; regresan los lunes por la mañana. De Bargas a Madrid, ida y vuelta, les cuesta el billete 14 reales. Y en Madrid venden por las calles bollos de yema.
—Bargas —les pregunto yo—, ¿es mejor pueblo que Torrijos?…
Entonces, una de ellas se me queda mirando y exclama:
—¡Sí, mucho mejor!
Y luego, pensando, sin duda, que ha ofendido mi patriotismo, si por acaso soy yo de Torrijos agrega benévolamente:
—¡Pero Torrijos también es fueno!
Va a partir el tren. Ha tintineado un largo campanillazo; suenan los recios y secos golpes de las portezuelas. Las dos viejas han acomodado sus cuatro cestas y sus dos sacos sobre y bajo los bancos. Lo más delicado va encima; y son dos cestas llenas de jarrones y figurillas de escayola sobredorada. Se trata de encargos que ellas portean de retorno para los vecinos del pueblo.
—¿Has puesto eso con gobierno para que no se manchen los monos? —pregunta una.
Y la otra inspecciona las cestas, remueve los papeles en que van liadas las hórridas figuras, torna a colocar sobre los bancos los encargos… Y silba la locomotora con un silbido largo y bronco; se remueve el tren con chirridos de herrumbres y atalajes mohosos; una gran claridad se hace en el coche…
Estamos en campo abierto. La llanura se extiende inmensa en la lejanía, verde-oscura, verde-presada, grisácea, roja, negra en las hazas labradas recientemente. Las piezas del alcacel temprano ensamblan, en mosaico infinito, con los cuadros de los barbechos hoscos. Ni una casa, ni un árbol. Un camino, a intervalos, se pierde sesgo en el llano uniforme. Junto a la caseta de un guardabarrera, al socaire de las paredes, cuatro o seis gallinas negras picotean y escarban nerviosamente. Y el tren silba y corre, con formidable estrépito de trastos viejos, por la campiña solitaria.
Las dos viejas permanecen silenciosas e inmóviles. Las dos tienen los brazos cruzados so el delantal; una cierra los ojos y echa la cabeza sobre el pecho; otra, las puntas del pañuelo cogidas en la boca, echa hacia atrás la testa y mira de cuando en cuando con los ojillos entornados… Pasan dos, tres estaciones; cruza el convoy sobre una redoblante plataforma giratoria. Las viejas se remueven sobresaltadas. Y luego, ya despiertas, hablan y sacan por la abertura del brial sendas faltriqueras de pana. De estos bolsillos, una de las viejas extrae una enorme y luciente llave, y la otra, otra llave disforme y un peine amarillento. Luego, vueltos llave y peine a los senos profundos de las bolsas, las dos viejas charlan de sus tráfagos y negocios.
—En Bargas —les pregunto yo—, ¿no hay más que ustedes que se dediquen a la venta en Madrid de las rosquillas?
Y ellas me contestan que hay más; están la Daniela y la Plantá; pero estas dos negociantes no marchan a Madrid en ferrocarril: van por la carretera. Emplean en ir dos días y otros dos en volver. Llevan un borriquillo. Y, como es natural, han de hacer en Madrid gastos de alojamiento y pienso.
—Entonces —observo yo filosóficamente—, ¿no les tendrá casi cuenta ir a Madrid?
—Claro —replica una de las viejas—, como que en la posada y el borrico se lo dejan todo.
Y la otra, bajando la voz e inclinándose hacia mí, añade confidencialmente:
—Pero hacen muy mal el género; ponen en los bollos poco aceite y mucha clara, y al respective del azúcar, lo merman todo lo que pueden…
Continúa la campiña paniega, verde a trechos, a trechos negruzca. La tierra se dilata en ondulaciones suaves de alcores y recuestos. En Villaluenga asalta el coche un tropel de fornidos mozos rasurados, mofletudos, en mangas de camisa.
—¡Una perrilla para los quintos de Villaluenga! —gritan, y alargan una gorra ante los viajeros. Le piden también a las viejas; pero estas se niegan a dar nada.
—Yo también —dice una de ellas— tengo un hijo quinto.
—¡Pues que tenga buena mano! —exclama uno de los mozos.
Y cuando se ha puesto otra vez el tren en marcha, la vieja requerida ha añadido hoscamente, mientras se pasaba el reverso de la mano por las narices y se apretaba el pañuelo:
—Quintos más sinvergüenzas que los de este pueblo, no los he visto. Yo no digo que no pidan los de Bargas; pero no van a otros pueblos a pedir.
Ha pasado otra estación y las viejas han descendido con sus cestas y sus sacos. Y yo me quedo solo en el coche. A lo lejos, sobre la línea del horizonte, destacando en el azul límpido, aparece el enorme castillo de Barciense, y al pie resaltan los puntitos blancos de las casas enjalbegadas.
Llego a Torrijos. El cielo está radiante, limpio, diáfano; brilla el sol en vívidas y confortadoras ondas; un gallo canta lejano con un cacareo fino y metálico; se desgranan en el silencio, una a una, las campanadas de una hora…
Son las once. Avanzo por una calle de terreras viviendas, rebozadas de cal; llego a una espaciosa plaza; me detengo ante una casuca inquietadora. Tiene dos pisos; en lo alto lucen dos balconcillos desfondados, con los vidrios de las maderas rotos y sucios; en el bajo se abre una ancha puerta achaparrada. En la fachada angosta, entre los dos huecos, leo en gruesas letras sanguinosas: Posada del Norte. Y un momento permanezco ante este rótulo, en la plaza desierta, perplejo, mohino, temeroso, con la maleta en vilo.