V

«Pepita: Yo tengo unas amigas. No te pongas pálida. Yo tengo unas amigas que cantan en golpes graves y metálicos por la mañana; que sollozan por la tarde en un canto largo y plañidero de despedida. Vivo al lado de una iglesia[111]. Y estas amigas son las campanas. La iglesia es vieja, con las paredes amarillas y desconchadas, con una torre puntiaguda. Está cerca de la Puerta del Sol; y en medio de este estrépito frívolo de Madrid, mientras suenan los campanillazos de los tranvías, mientras pasan los coches, mientras tocan los organillos, esta iglesia parece quejarse de muchas amarguras. Las cosas son como los hombres. Sí, Pepita, esta es una iglesia a quien no dejan vivir en su soledad. Se parece a mí: yo creo que por esto me he venido a morar junto a ella. Ya te he dicho que es un estruendo grande de cosas mundanas el que la rodea; ahora añadiré que bajo sus portales, casi en su mismo recinto, hay unas tiendas de máquinas de coser y de paraguas. Además, junto a ella hay un gran salón donde gritan y corren jugando a la pelota. Y por si esto no fuera bastante, un librero ha puesto sus estantes de libros profanos a lo largo de una de sus paredes, y unos hombres rápidos, que llevan una escalera al hombro, vienen todos los días y pegan en sus muros tristes grandes carteles blancos, azules, rojos. ¡No la dejan tranquila! Y estos muros se hinchan en redondas tumefacciones, se desconchan en grandes claros, dejan caer sobre los colgadizos de las puertas una costra de tierra donde crece el musgo… Yo vivo muy alto; aparto los visillos y veo abajo, sobre la piedra gris de la portada, la mancha húmeda y verdosa. El cielo está gris; poco a poco va apagándose la fosca claridad del día; pasan en formidable estrépito carromatos, coches, tranvías; se oyen voces, golpes violentos, rechinar de ruedas; un organillo lanza sus notas cristalinas. Y de pronto suenan lentas las campanas, en unas vibraciones largas y pausadas…

»Es la voz de esta iglesia, que suplica a los hombres un poco de piedad.

»Yo creo que los hombres no la oyen, Pepita; pero las oigo yo. Y cada vez que por la mañana o por la noche ellas ríen o lloran, vienen a mi espíritu recuerdos de otros días, un poco más felices que estos en que me veo tan solo.

»Adiós. Esa sorpresa de que me hablas, ¿qué es? Claro está que si me lo dijeras, ya no sería sorpresa. No me lo digas. Y ya te contaré yo la impresión que me produzca.

»Antonio.»