III

»Pepita: Todas las noches le doy cuerda a mi relojito antes de acostarme. Cuando estaba ahí le daba cuerda a las diez; ahora se la doy a las dos de la madrugada. No te asustes. Yo procuraré que esto no dure mucho. Ahora vengo de la redacción. Quiero ponerte dos letras antes de acostarme para que no digas que no te escribo. Estoy cansado. Esta vida precipitada me fatiga. No estoy en mí mismo. He de escribir muchas cosas que no tengo ganas de escribir. He de hablar mucho con gentes a quienes apenas estimo. Tú ya sabes que yo hablo poco. Soy un hombre de recogimiento y de soledad; de meditación, no de parladurías y bullicios. Y cuando, después de haber estado todo el día hablando y escribiendo, me retiro a casa a estas horas, yo trato de buscarme a mí mismo, y no me encuentro. ¡Mi personalidad ha desaparecido, se ha disgregado en diálogos insubstanciales y artículos ligeros!

»Y yo no creo, Pepita, que haya un tormento mayor que este. Nos pueden robar nuestra hacienda, nos pueden robar la capa y el gabán, ¡pero robarnos nuestro espíritu! ¿Comprendes tú, Pepita, que haya una cosa más terrible que esta?

»Ahora son las dos; todo está en silencio. De cuando en cuando oigo a lo lejos el sordo rumor de un coche; suenan las campanadas lentas del reloj de la Puerta del Sol; una voz turba de pronto el sosiego profundo.

»Y yo me siento ante la mesa y arreglo las cuartillas. Pero no se me ocurre nada. Aquella espontaneidad que yo sentía afluir en mí ya no la siento. Quiero reflexionar, me esfuerzo en hacer una cosa bien hecha, y me desespero y me aburro. Las cosas bien hechas salen ellas solas, sin que nosotros queramos; la ingenuidad, la sencillez no pueden ser queridas. Cuando queramos ser ingenuos, ya no lo somos.

»Tú eres ingenua, Pepita. Si yo me acuerdo mucho de ti, ¿por qué es, sino por esto? Tu recuerdo es para mí algo muy grato en medio de esta aridez de Madrid. Y por eso, yo cada día te escribo más, aunque sea poquito, y deseo que tú me escribas. Escríbeme: dime si paseáis por la plaza al anochecer, mientras suena la fuente y el cielo se va poniendo fosco; dime si salís a las huertas y os sentáis bajo esas nogueras anchas, espesas, redondas, y veis correr el agua limpia y mansa por los azarbes; dime si las campanadas del Angelus son las mismas campanadas graves y dulces que yo he oído; dime si los azahares de los naranjos se han abierto ya y perfuman el aire; dime si las palmeras mueven mansamente sus ramas péndulas en el azul intenso…

»Pepita, Pepita: yo me siento conmovido y estoy a punto de sollozar cuando pienso en todas estas cosas… Yo me veo solo, yo me veo triste; yo veo que mi juventud va pasando estérilmente, sin una ternura, sin una caricia, sin un consuelo…

»Adiós. No quiero que te pongas tú también triste.

»Antonio.»