En el camino de Petrel a Elda, al comedio, entre la verdura de nogueras y almendros, se alza un humilladero. Es una cupulilla sostenida por cuatro columnas dóricas de piedra; en el centro, sobre una pequeña gradería, se levanta otra columna que sostiene una cruz de hierro forjado. Azorín y Sarrió se han sentado en este humilladero. Van a Elda. Y van a Elda porque Azorín ha de tomar el tren que por allí pasa.
Azorín está triste; Sarrió también lo está un poco. Y los dos callan, sin saber lo que decirse en estos momentos supremos en que van a separarse acaso para siempre.
—Azorín —dice Sarrió—, ¿usted no vendrá más por aquí?
—No sé, Sarrió —contesta Azorín—; es muy posible que no vuelva.
—Entonces, ¿no nos veremos más?
—Sí, acaso no nos volvamos a ver más.
Han callado un instante. Y se ponen otra vez en marcha. Delante de ellos va una tartana con el equipaje de Azorín.
Cuando han arribado a la estación, Azorín, como es natural, ha sacado el billete y ha facturado sus bártulos. De allí a un rato ha aparecido el tren.
Sarrió le alarga a Azorín, subido al coche, la maleta; luego, con tiento, una cesta. En esta cesta ha puesto él, Sarrió, una suculenta merienda para que Azorín se la coma en el camino. ¡Es la última muestra de simpatía!
—Azorín —le dice Sarrió—, tenga usted cuidado de que no se estruje la uva que va en la cesta… Cuando se coma usted esa uva que yo he cogido en el huerto, acuérdese, Azorín, de que aquí deja un amigo sincero.
—Sí, Sarrió —ha contestado Azorín—; yo me acordaré de usted cuando me coma estas uvas y siempre. Su recuerdo será en mi vida algo grato, algo imperecedero.
Se han abrazado estrechamente.
—Adiós, Azorín.
—Adiós, Sarrió.
Ha silbado la locomotora; el tren se ha puesto en marcha.
A lo lejos, Sarrió agitaba en alto su sombrero de copa puntiaguda.