XXI

Efectivamente, Azorín se va a París. ¿Por qué a París, y no a Brujas, a Florencia, a Constantinopla, a Praga, a Petersburgo? Él no lo sabe, ni tampoco lo quiere razonar. ¿Para qué razonar nada? Lo espontáneo es la más bella de las razones; la conciencia dicen los psicólogos que es un epifenómeno, es decir, una cosa que no es esencial para el proceso de la actividad psicológica, como no es esencial que un reloj se dé o no se dé cuenta de que anda…

Todo esto lo piensa Azorín mientras arregla la maleta; se pueden pulir vidrios o arreglar una maleta y estar filosofando. Sólo que Azorín no es Spinoza; aunque también es verdad —y esta es la compensación— que tiene mejor ropa. Y aquí en la maleta va colocando unas camisas de finísimo hilo, unos calzoncillos, unos calcetines, unos pañuelos, cuatro tomitos impresos por Didot, limpiamente, en el año 1802. Azorín los pasa, los repasa, los acaricia, los abre al azar. Y en uno de ellos lee:

«Il y a plusieurs années que ie n'ay que moy pour visée à mes pensées, que ie ne contreroolle et n'estudie que moy; et si i'estudie aultre chose, c'est pour soubdain la coucher sur moy, ou en moy, pour mieulx dire[109]

A mí también —piensa Azorín— me sucede lo que a este hombre de Burdeos; pero esto es triste, monótono, y en la soledad de los pueblos esta tristeza y esta monotonía llegan a estado doloroso. No, yo no quiero sentirme vivir. Y voy a hacer un viaje largo: me marcho a una ciudad febril y turbulenta donde el ruido de las muchedumbres y el hervor de las ideas apaguen mi soliloquio interno. Y esta ciudad es París.

He aquí cómo este desdichado Azorín, que no quería razonar su viaje, ha acabado al fin por razonarlo. ¡Tan añejado está en él este morbo feroz que llamamos inteligencia!