Pepita se halla en la entrada tramando sus encajes con sus dedos sutiles. Está sentada; tiene sobre la falda la almohadilla; a sus pies hay un periódico de modas.
Este periódico lo coge Azorín; luego lo ojea; Azorín lo lee todo. Y pasando y repasando las grandes páginas, sus ojos caen sobre algo interesante. Es una consulta que el periódico ha hecho a sus suscriptoras sobre ciertas cuestiones; una de las preguntas es la siguiente: ¿Qué cree usted preferible, ser amada sin amar o amar sin ser amada? Las respuestas varían, pero todas son curiosas. He aquí lo que dice una de ellas, que Azorín ha leído en voz alta:
«Ninguna de las dos cosas. Para una mujer de corazón, tan malo es lo uno como lo otro. He amado sin ser amada, y ahora soy amada sin corresponder, bien a pesar mío. Cuando tenía quince años me enamoré de un hombre que pasaba de los treinta, y él, como es natural, me consideraba una chiquilla. Yo me desesperaba, pero él maldito el caso que hacía de mí. ¡Qué pena la mía cuando un día me preguntó con cara burlona si me gustaban las muñecas, porque pensaba comprarme una! Me puse roja de indignación y, a pesar del cariño que le profesaba, confieso que de buena gana le habría dado un cachete.»
Azorín no ha leído más y ha dicho:
—Pepita, este hombre a quien esta muchacha quiso despreció frívolamente un gran tesoro. Era ya un poco viejo; acaso estaría ya también un poco cansado de la tristeza de la vida. Pudo ser feliz un momento y no quiso serlo.
Azorín ha añadido, tras breve pausa en que contemplaba los ojos de Pepita:
—Sí, este era un hombre loco. Despreció un consuelo, una ilusión postrera que otros, ya también un poco viejos, ya también un poco tristes, van buscando afanosamente por el mundo y no los encuentran…
Y Pepita ha bajado sus hermosos ojos limpios y azules.