XVIII

Esta Pepita, cuando mira, tiene en sus ojos algo así como unos vislumbres que fascinan. Yo no sé —piensa Azorín— lo que es esto; pero yo puedo asegurar que es algo extraordinario.

—Pepita —le pregunta Azorín—, ¿qué quisiera usted en el mundo?

Pepita levanta los ojos al cielo; después saca la lengua y se moja los labios; después dice:

—Yo quisiera… yo quisiera…

Y de pronto rompe en una larga risa cristalina; su cuerpo vibra; sus hombros suben y bajan nerviosamente.

—Yo no sé, Azorín; yo no sé lo que yo quisiera.

Pepita no desea nada. Tiene un bello pelo rubio abundante y sedoso; sus ojos son azules; su tez es blanca y fina; sus manos, estas bellas manos que urden los encajes, son blancas, carnosas, transparentes, suaves.

Pepita sabe que hay por esos mundos grandes modistos y grandes joyeros, pero ella no desea nada.

Y Azorín, mirándola un poco extático —¿por qué negarlo?—, le dice:

—La elegancia, Pepita, es la sencillez. Hay muy pocas mujeres elegantes, porque son muy pocas las que se resignan a ser sencillas. Pasa con esto lo que con nosotros, los que tenemos la manía de escribir: escribimos mejor cuanto más sencillamente escribimos; pero somos muy contados los que nos avenimos a ser naturales y claros. Y, sin embargo, esta naturalidad es lo más bello de todo. Las mujeres que han llegado a ser duchas en elegancias, acaban por ser sencillas; los escritores que han leído y escrito mucho, acaban también por ser naturales. Usted, Pepita, es sencilla y natural espontáneamente. No lo ha aprendido usted en ninguna parte: el pájaro tampoco ha aprendido a cantar. Y yo, que he escrito ya algo, quisiera tener esa simplicidad encantadora que usted tiene, esa fuerza, esa gracia, ese atractivo misterioso —que es el atractivo de la armonía eterna.