Sarrió y Azorín han ido a Villena.
Esta es una ciudad vetusta, pero clara, limpia, riente. Tiene callejuelas tortuosas que reptan monte arriba; tiene vías anchas sombreadas por plátanos; tiene viejas casas de piedra con escudos y balcones voladizos; tiene una iglesia con filigranas del Renacimiento, con una soberbia reja dorada, con una torre puntiaguda; tiene una plaza donde hay un hondo estanque de aguas diáfanas que las mujeres bajan por una ancha gradería a coger en sus cántaros; tiene un castillo que aún conserva la torre del homenaje, y en cuyos salones don Diego Pacheco[100], gran protector de los moriscos, vería ondular el cuerpo serpentino de las troteras.
Hay en la vida de estas ciudades viejas algo de plácido y arcaico. Lo hay en esas fondas silenciosas, con comedores que se abren de tarde en tarde, solemnemente, cuando por acaso llega un huésped; en esos cafés solitarios donde los mozos miran perplejos y espantados cuando se pide un pistaje exótico; en esos obradores de sastrería que al pasar se ven por los balcones bajos y en que un viejo maestro, con su calva, se inclina sobre la mesa, y cuatro o seis mozuelas canturrean; en esas herrerías que repiquetean sonoras; en esos conventos con las celosías de madera ennegrecidas por los años; en esas persianas que se mueven discretamente cuando se oyen resonar pasos en la calleja desierta; en esas comadres que van a los hornos con sus mandiles rojos y verdes, o en esos anacalos que van a recoger el pan a las casas; en esas viejas que os detienen para quitaros un hilo blanco que lleváis a la espalda; en esos pregones de una enjalma que se ha perdido o de un vino que se vende barato; en esos niños que se dirigen con sus carteras a la escuela y se entretienen un momento jugando en una esquina; en esas devotas con sus negras mantillas que sacan una enorme llave y desaparecen por los zaguanes oscuros…
Azorín y Sarrió han pasado unas horas en la ciudad sosegada. Y a otro día han regresado a Petrel.
En la estación han visto cuatro monjas. Estas monjas eran pobres y sencillas. Una era alta y morena; tenía los ojos grandes y los dientes muy blancos; otra era jovencita, carnosa, vivaracha, rubia, menuda. Las otras dos tocaban en la vejez: cenceña y rugosa la una; gordal y rebajeta la otra. Esta última hablaba animadamente con el encargado de los billetes; después, el encargado, que leía un papel blanco, se lo ha devuelto a la monja y le ha dado dos billetes azules. Entonces se han separado de la taquilla y las cuatro, con las cabezas juntas, cuchicheaban. Azorín ha visto que la monja gruesa le enseñaba el papel a la morena y que esta sonreía con una sonrisa suave, con una sonrisa divina, enseñando sus blancos dientes, poniendo en éxtasis los ojos. ¿De qué sonreía esta monja?
Han subido al tren las dos jóvenes y se han quedado en tierra las dos viejas. La locomotora silba. Unas y otras se han despedido y se hacían recomendaciones mutuas. La morena ha dicho: «… y en particular a sor Elisa, para que se le vayan ciertas ilusiones».
Esta sor Elisa que tiene ciertas ilusiones —piensa Azorín—, ¿quién será? ¿Qué ilusiones serán las que tiene esta pobre sor Elisa, a quien él ya se imagina blanca, lenta, suave, un poco melancólica, a lo largo de los claustros callados?
Las monjas han rezado una salve. La menudita se llevaba el pañuelo a los ojos y apretaba los labios para reprimir un sollozo. El tren avanza. Se abre a la vista una espaciosa llanura; se yerguen acá y allá grupos de álamos; las notas blancas de las casas resaltan en la verdura; un bosquecillo de granados se espejea en las claras aguas de un arroyo; revuelan grandes mariposas oscuras.
Han pasado dos o tres estaciones. Las monjas han descendido del tren. Y se han perdido a lo lejos, con una maleta raída, con dos saquitos de lienzo blanco, con un paraguas viejo…