Verdú está cada vez más débil y achacoso. Esta tarde, en el despacho, ante el huerto florido, Verdú iba y venía como siempre con su paso indeciso. En un rincón, inconmovible, eterno, don Víctor calla y se acaricia sus barbas blancas. Y Azorín contempla extático al maestro. Y el maestro dice:
—Azorín, todo es perecedero acá en la tierra, y la belleza es tan contingente y deleznable como todo… Cuando las generaciones nuevas tratan de destruir los nombres antiguos, «consagrados», se estremecen de horror los viejos. Y no hay nada definitivo: los viejos hicieron sus consagraciones: ¿qué razón hay para que las acepten los jóvenes? Su criterio vale, por lo menos, tanto como el de sus antecesores. Yo me siento viejo, enfermo y olvidado, pero mi espíritu ansía la juventud perenne.
No hay nadie «consagrado». La vida es movimiento, cambio, transformación. Y esa inmovilidad que los viejos pretenden poner en sus consagraciones va contra todo el orden de las cosas. La sensibilidad del hombre se afina a través de los tiempos. El sentido estético no es el mismo. La belleza cambia. Tenemos otra sintaxis, otra analogía, otra dialéctica, hasta otra ortología, ¿cómo hemos de encontrar el mismo placer en las obras viejas que en las nuevas[96]?
Los jóvenes que admiten sin regateos las innovaciones de la estética son más humanos que los viejos. La innovación es al fin admitida por todos; pero los jóvenes la acogen desde el primer momento con entusiasmo, y los viejos cuando la fuerza del uso general les pone en el trance de admitirla, es decir, cuando ya está sancionada por dos o tres generaciones. De modo que los jóvenes tienen más espíritu de justicia que los viejos, y además se dan el placer —¡el más intenso de todos los placeres!— de gozar de una sensación estética todavía no desflorada por las muchedumbres.
He dicho que los viejos admiten, al fin y al cabo, las innovaciones del modernismo (o como se quieran llamar tales audacias), y es muy cierto. Vicente Espinel era un modernista, hizo lo que hoy están haciendo los poetas jóvenes: innovó en la métrica. Y hoy los mismos viejos que denigran a los poetas innovadores encuentran muy lógico y natural componer una décima. El arcipreste de Hita se complace en haber mostrado a los simples fablas et versos extrannos. Fue un innovador estupendo, y esos versos extrannos causarían de seguro el horror de los viejos de su tiempo. De Boscán y Garcilaso no hablemos; hoy se reprocha a los jóvenes poetas americanos de lengua castellana que vayan a buscar a Francia su inspiración. ¿Dónde fue a buscarla Boscán, que nos trajo aquí todo el modernismo italiano? Lope de Vega, el más furibundo, el más brutal, el más enorme de todos los modernistas, puesto que rompe con una abrumadora tradición clásica, será, sin duda, aplaudido por los viejos cuando se representa una obra suya, ¡una obra que es un insulto a Aristóteles, a Vida[97], a López Pinciano y a la multitud de gentes que creían en ellos, es decir, a los viejos de aquel entonces!
«Imitad a los clásicos —se dice a los jóvenes— no intentéis innovar.» ¡Y esto es contradictorio! La buena imitación de los clásicos consiste en apartar los ojos de sus obras y ponerlos en lo porvenir; ellos lo hicieron así. No imitaban a sus antecesores: innovaban. De los que fueron fieles a la tradición, ¿quién se acuerda? Su obra es vulgar y anodina; es una repetición del arquetipo ya creado…
Verdú ha callado un momento y Azorín ha dicho:
—Lo que los viejos reprochan, sobre todo, a los jóvenes, maestro, son los medios violentos que emplean para echar abajo sus consagraciones, esas palabras gruesas, esos ataques furibundos…
Y Verdú ha contestado:
—Eso vale tanto como reprocharles su juventud. ¿Qué hicieron ellos en su tiempo? La vida es acción y reacción. Todo no puede ser uniforme, igual, gris. Los ataques de los jóvenes de ahora son la reacción natural de los elogios excesivos que los viejos se han fabricado durante veinte años. Luego, dentro de otros veinte años, los críticos y los historiadores pondrán en su punto las cosas; es decir, en un nivel que ni sea los ditirambos de los viejos ni las diatribas de los jóvenes… Pero ese trabajo podrán hacerlo porque ya recibirán, hecha por los jóvenes, la mitad de la labor; es decir, que ya se encontrará destruida esa obra de frívolas consagraciones que los viejos han construido.
—Otro de los cargos, querido maestro, que los viejos hacen a las nuevas generaciones es su volubilidad, su mariposeo a través de todas las ideas.
—Cabalmente en el fondo de esa volubilidad veo yo un instintivo espíritu de justicia. Los viejos, hombres de una sola idea, no pueden comprender que se vivan todas las ideas. ¿Que los jóvenes no tienen ideas fijas? ¡Sí precisamente no tener una idea fija es tenerlas todas, es gustarlas todas, es amarlas todas! Y como la vida no es una sola cosa, sino que son varias, y, a veces muy contradictorias, sólo este es el eficaz medio de percibirla en todos sus matices y cambiantes, y sólo esta es la regla crítica infalible para juzgar y estimar a los hombres… Pero los viejos no pueden comprender este mariposeo, y se aferran a una sola idea que representa su vida, su espíritu, su pasado. Y esto es fatal; es el mismo instinto que nos hace cobrar amor a un objeto que hemos usado durante años, un reloj, una petaca, una cartera, un bastón…
El maestro calla. Y de pronto don Víctor —¡oh pasmo!— cesa de acariciarse sus patillas, abre la boca y exclama:
—¡Yo tenía un bastón!
Azorín y el maestro se quedan asombrados. ¿Don Víctor habla? ¿Don Víctor tenía un bastón? ¡Esto es insólito! ¡Esto es estupendo!
Y don Víctor prosigue:
—Yo tenía un bastón, ¿eh?… un bastón con el puño de vuelta, con una chapa de plata, ¿eh?… con una chapa de plata que hacía un ruido sordo al caminar…
Don Víctor se detiene en una breve pausa; se siente fatigado de su enorme esfuerzo. Después añade:
—Una vez tuve yo que hacer un viaje… un viaje largo, ¿eh?… era el día 20 y tenía que embarcarme en Barcelona el 21… el 21, ¿eh?… y yo estaba en Madrid.
Don Víctor hace otra pausa. Indudablemente, su relato va adquiriendo aspecto trágico; don Víctor continúa:
—Llego a la estación y tomo el billete… luego entro en el andén y cojo el coche, ¿eh?… cojo el coche y voy colocando la sombrera… Después la maleta… después el portamantas… el portamantas, ¿eh?… el portamantas que no tenía el bastón… ¡qué no tenía el bastón!… Entonces yo cojo mi equipaje, salgo de la estación y me voy a casa, ¿eh?… me voy a casa, porque yo no podía acostumbrarme a la idea de estar sin mi bastón, ¿eh?… de estar sin mi bastón y de no oír el ruido de la chapa de plata…
Don Víctor calla anonadado por la emoción; luego, haciendo un último esfuerzo, añade:
—Después me lo quitaron… me quitaron mi bastón, ¿eh?… mi bastón con el puño de vuelta… Y desde entonces… desde entonces…
Su voz tiembla y se apaga en un silencio de tristeza infinita. Y Verdú y Azorín permanecen silenciosos también, conmovidos, ante esta fruslería que es una tragedia para este pobre viejo.