IV

Hoy ha llegado un músico errabundo. Él se hace llamar Orsi, pero yo sé que se llama sencillamente Ríos. Ríos toca el violoncello; es alto, gordo; su cráneo está casi glabro; sobre las sienes asoman unos aladares húmedos y estirados; una melenita blanquinosa baja hasta el cuello.

A Orsi acompaña una muchacha esbelta. Esta muchacha tiene la cara ovalada, largas las pestañas, los ojos dulcemente atristados; viste un traje nuevo con remembranzas viejas, y hay en toda ella, en sus gestos, en su andar, en sus arreos, un aire de esas figuras que dibujaba Gavarni[88], tan simples, tan elegantes, tan simpáticas, con la cabeza inclinada, con el pelo en tirabuzones, con las manos finas y agudas cruzadas sobre la falda, que cae en tres grandes alforzas sobre los pies buidos.

Orsi tiene un monóculo. Este monóculo ha sido el origen de su amistad con Azorín. Un hombre que gasta monóculo es, desde luego, digno de la consideración más profunda. Esta tarde Orsi recorría indolentemente las calles. De rato en rato Orsi se ponía su monóculo y se dignaba mirar a estos pobres hombres que viven en un pueblo. De pronto un joven ha aparecido en un portal. ¿Necesitaré describir este joven? Es alto; va vestido de negro; lleva una cadenita de oro, en alongados eslabones, que refulge en la negrura, como otra idéntica que lleva el consejero Corral, pintado por Velázquez. Es posible que Orsi no conozca este cuadro de Velázquez, y, por lo tanto, no haya advertido dicho detalle[89]. Por eso, sin duda, ha dirigido al citado joven una mirada piadosa a través de su cristal. Entonces el joven, lentamente, se ha llevado la mano al pecho, ha cogido otro monóculo, se lo ha puesto y ha mirado a Orsi con cierta conmiseración altiva[90].

Orsi, claro está, se ha quedado inmóvil, estupefacto, asombrado. En Petrel, en este pueblo oscuro, en este pueblo diminuto, ¿hay un hombre que gasta monóculo? Y ¿este monóculo tiene una cinta ancha y una gruesa armadura de concha? Y ¿es más grande, y más recio, más formidable, más agresivo que el suyo? Todas estas ideas han pasado rápidamente por el cerebro un poco hueco de Orsi. «Indudablemente —ha concluido—, yo puedo ser un genio, pero he de reconocer que aquí, en este pueblo, no estoy solo

Y ante el burgués innoble, entre este vulgo ignaro, Orsi y Azorín —¡no podía ser de otro modo!— se han reconocido como dos almas superiores, y han ido en compañía de Sarrió —que también a su manera es un alma superior— a tomar unas olorosas copas de ajenjo.

El concierto se ha celebrado en el casino. Había poca gente; era una noche plácida de estío. La niña simple se sienta al piano; Orsi coge el violoncello, y lo limpia, y lo acaricia, y arranca de él agudos y graves arpegios.

Luego se hace un gran silencio. El piano preludia unas notas cristalinas, lentas, lánguidas. Y el violoncello comienza su canto grave, sonoro, melancólico, misterioso; un canto que poco a poco se apaga como un eco formidable, mientras una voz fina surge, imperceptible, y plañe dolores inefables, y muere tenue. Es el Spirto gentil, de La Favorita[91]. Orsi inclina la cabeza con unción; su mano izquierda asciende, baja, salta a lo largo del asta…

Cuando acaba la pieza, Orsi se levanta sudoroso y Azorín le ofrece un refresco.

—No, no, Azorín —contesta Orsi—; tengo miedo… un poquito de cognac…

El concierto vuelve a empezar. El arco pasa y repasa; el violoncello canta y gime. Un mozo discurre con una bandeja; la concurrencia se va retirando calladamente. Y el violoncello se queja discreto, sonríe irónico, parte en una furibunda nota larga.

—¡Qué calor, qué calor! —exclama Orsi cuando acaba—. Azorín a ver, un poquito de cognac…

Son las doce. El salón está casi vacío. Diminutas mariposas giran en torno a las lámparas; por los grandes balcones abiertos entra como una calma densa y profunda que se exhala del pueblo dormido, de la oscuridad que en la calle silenciosa ahoga los anchos cuadros de luz de las ventanas.

Y entonces, en ese profundo silencio, Azorín ha dicho:

—Orsi, toque usted algo de Beethoven… la última sinfonía[92]… estamos solos…

Y Orsi ha contestado:

—Beethoven… Beethoven… Azorín, un poquito de cognac por Beethoven.

Y el violoncello, por última vez, ha cantado en notas hondas y misteriosas, en notas que plañían dolores y semejaban como una despedida trágica de la vida.

Orsi levanta la cabeza; sus ojos brillan; su mano izquierda se abate con un gesto instintivo, todo vuelve al silencio.

Luego, en casa de Sarrió, los tres, en el misterio de la noche, ante las copas, bajo la lámpara, evocan viejos recuerdos.

—Azorín —dice Orsi—, ¿usted no conoció a Bottesini[93]? Bottesini logró hacer con el violón lo que Sarasate con el violín. ¡Qué admirable! Yo le oí en Madrid; cuando yo le conocí llevaba un pantalón blanco a rayitas negras.

Callan un largo rato. Y después Sarrió pregunta:

—¿A que no saben ustedes lo que me sucedió a mí en Madrid una noche?

Azorín y Orsi miran a Sarrió con visibles muestras de ansiedad. Sarrió prosigue.

—Una noche estaba yo en los Bufos[94]; no recuerdo qué función representaban. Era una en que salían unas mujeres que llevaban grandes carteras de ministro, y había otra que era reina… Yo estaba viendo la función muy tranquilo, cuando de pronto me vuelvo y veo a mi lado… ¿a quién dirán ustedes? A don Luis María Pastor[95]. ¡Don Luis María Pastor en los Bufos!

Azorín pregunta quién era don Luis María Pastor. Y Sarrió contesta:

—No lo sé yo a punto fijo, pero era un gran personaje de entonces. Lo que sí recuerdo es que iba todo afeitado.

Vuelven a callar. Y Azorín se acerca la copa a los labios y piensa que en la vida no hay nada grande ni pequeño, puesto que un grano de arena puede ser para un hombre sencillo una montaña.