XV

Azorín ha recibido hoy una carta; la fecha decía: Petrel; la firma rezaba: Tu infortunado tío, Pascual Verdú[51].

¡Pascual Verdú! Azorín, de lo hondo de su memoria, ha visto surgir la figura de su tío Verdú. Ha columbrado, confusamente, entre sus recuerdos de niño, como una visión única, una sala ancha, un poco oscura, empapelada de papeles grises a grandes flores rojas, con una sillería de reps verde, con una consola sobre la que hay dos hermosos ramos bajo fanales, y entre los dos ramos, también bajo otro fanal, una muñeca que figura una dama a la moda de 1850, con la larga cadena de oro y el relojito en la cadera.

Esta sala es húmeda. Azorín cree percibir aún la sensación de humedad. En el sofá está sentada una señora que se abanica lentamente; en uno de los sillones laterales está un señor vestido con un traje blanquecino, con un cuello a listitas azules, con un sombrero de jipijapa que tiene una estrecha cinta negra. Este señor —recuerda Azorín— se yergue, entorna los ojos, extiende los brazos y comienza a declamar unos versos con modulación rítmica, con inflexiones dulces que ondulan en arpegios extraños, mezcla de imprecación y de plegaria. Después saca un fino pañuelo de batista, se limpia la frente y sonríe, mientras mi[52] madre mueve suavemente la cabeza y dice: «¡Qué hermoso, Pascual! ¡Qué hermoso!».

Se hace un ligero silencio, durante el cual se oye el ruido del abanico al chocar contra el imperdible del pecho. Y de pronto suena otra vez la voz de este señor del traje claro. Ya no es dulce la voz ni los gestos son blandos; ahora la palabra parece un rumor lejano que crece, se ensancha, estalla en una explosión formidable. Y yo veo a este señor de pie, con los ojos alzados, con los brazos extendidos, con la cabeza enhiesta. En este momento el sombrero de jipijapa rueda por el suelo; yo me acerco pasito, lo cojo y lo tengo con las dos manos en tanto que oigo los versos con la boca abierta.

Luego que acaba de recitar este señor, charla ligero con mi madre; luego se pone en pie, me coge, me levanta en vilo y grita: «¡Antoñito, Antoñito, yo quiero que seas un gran artista!». Y se marcha rápido, voluble, ondulante, hablando sin volver la cabeza, poniéndose al revés el sombrero, que después torna a ponerse a derechas, volviendo por el bastón que se había dejado olvidado en la sala…

Y de idea en idea, de imagen en imagen, Azorín ha recordado haber visto en el Boletín del Ateneo de Madrid, del año 1877, algo referente a su tío Verdú. Sí, sí; lo recuerda bien. Se discutió aquel año sobre la poesía religiosa; fue una discusión memorable. Revilla[53], Simarro[54], Reus[55], Montoro[56] dijeron cosas estupendas en contra del espiritualismo; en cambio, los espiritualistas dijeron cosas atroces contra el materialismo. Estos espiritualistas eran tres, tres nada más al menos, puros de toda mácula: Moreno Nieto[57], que murió sobre el trabajo; Hinojosa[58], que luego ha sabido encontrar el espíritu en los presupuestos, y Pascual Verdú, que ahora vive solo, desconocido, enfermo, torturado, en ese pueblecillo levantino. Don Francisco de Paula Canalejas[59] hizo el resumen de los debates, y en su discurso, al hablar de los diversos contendientes, puede verse (página 536 del Boletín) cómo trata a Verdú. Le llama «el fácil y apasionado señor Verdú[60]».

¡El fácil y apasionado señor Verdú! Sí; indudablemente, este es el señor amable, este es el señor voluble, este es el señor ardoroso que recitaba versos aquel día, allá en mi niñez, en una sala húmeda con una sillería de reps verde.