XIV

Hoy han tocado a la puerta: tan, tan. Azorín ha creído que era el viento. La idea de que llamen a su puerta le parece absurda. Pero sí que llamaban; han vuelto a tocar: tan, tan, tarán. Azorín ha comprendido la realidad y ha bajado a abrir. Era un viejo que le ha saludado cortésmente, esforzándose por sonreír; pero era un esfuerzo penoso. ¿No habéis visto cuando estáis tristes y un niño o una mujer os miran, cómo en su cara ingenua se refleja instintivamente vuestro gesto triste? Pues Azorín, mirando a este viejo, ha puesto también cara triste.

¿Qué quiere este viejo? Hay hombres que parecen cerrados como armarios; un extraño no sabe lo que hay dentro. Este viejo es de esos hombres. ¿Por qué ha llamado? ¿Qué quiere? ¿Qué va a decir? Es un viejo menudito, con una barba blanca que termina en una punta corta un poco doblada hacia arriba, envuelto en una capa parda; es uno de esos viejos que llevan el pañuelo del bolsillo siempre doblado cuidadosamente y de cuando en cuando lo sacan y lo pasan con suavidad por la nariz. Como lleva la capa cerrada y él va tan encogido, mirando casi asustado a un lado y a otro, parece que va a realizar algo importante.

Es, efectivamente, algo importante.

—Perdone usted —ha dicho el viejo—; usted es crítico…

Azorín ha sonreído con benevolencia; se sentía halagado por las palabras de este desconocido.

El viejo ha sacado de debajo de la capa un grueso cartapacio y mientras lo ponía sobre la mesa ha repetido:

—Sí, sí; usted es crítico.

Azorín, al ver el cartapacio, ha sentido un ligero escalofrío; toda su anterior complacencia se ha trocado en temor.

—No, no —ha replicado—; yo se lo aseguro a usted: yo no soy crítico.

Pero el viejo movía la cabeza en señal de incredulidad y se ha puesto a relatar el objeto de su visita.

Este viejo ha dicho que él es autor cómico. Azorín se ha quedado estupefacto. Autor dramático, acaso; pero cómico le parecía una enormidad. Luego ha añadido que a él le han dicho que Azorín tiene en Madrid muchas relaciones y que podrá ayudarle, porque es muy benévolo. Azorín se ha ruborizado, pero ha convenido interiormente en que algo benévolo debe de ser cuando se apresta a oír la lectura que el viejo va a hacerle de tres zarzuelas suyas, cada una en un acto.

—Yo —dice el viejo— vivo solo; esto constituye mi única alegría. Hace dos años estuve en Madrid y llevé una obra a la Zarzuela y otra a Apolo… Me hicieron ir y venir muchas veces; me daban mil excusas inverosímiles; yo estaba ya cansado. Y al fin me dijeron que habían leído las obras y que les parecían anticuadas. Anticuadas, ¿por qué? El arte, ¿puede nunca ser anticuado? Sin embargo, he escrito otras y con ellas volveré a Madrid; son estas que aquí traigo… El viejo comienza la lectura. A ratos se detiene un momento; saca su pañuelo doblado, lo pasa por la nariz y pregunta:

—¿Usted cree que esta escena está bien preparada?

Azorín tiene, como no podía ser menos, su estética teatral, que algunos críticos han encontrado exagerada[48]. Pero sería terrible que la sacase en esta ocasión. Mejor es que le parezcan bien todas las escenas y hasta las tres obras enteras. Sí, a Azorín le parecen excelentes las tres zarzuelas.

—¿Usted —pregunta el viejo— no conoce a Sinesio Delgado[49]?

—No, no conozco al señor Delgado.

—¿Conocerá usted, por lo menos, a López Silva[50]?

Azorín, horrorizado a la sola idea de conocer a López Silva, se ha apresurado a protestar.

—¡Oh, no no, tampoco!

Entonces el viejo ha movido la cabeza como conformándose con su desgracia, y ha exclamado tristemente:

—¡Todo sea por Dios!

Este viejo ha venido esta mañana en el tren; esta noche regresará a su casa. Cuando entre en ella y cierre tras sí la puerta y se vea otra vez solo, lanzará un suspiro y pensará que hoy se le ha disipado una esperanza.