XIII

Este es un casino amplio, nuevo, cómodo. Está rodeado de un jardín; el edificio consta de dos pisos, con balcones de piedra torneada. Primero aparece un vestíbulo enladrillado de menuditos mosaicos pintorescos; los montantes de las puertas cierran con vidrieras de colores. Después se pasa a un salón octógono; enfrente está el gabinete de lectura, con una agradable sillería gris y estantes llenos de esos libros grandes que se imprimen para ornamentación de las bibliotecas en que no lee nadie. A la derecha hay un gran salón vacío (porque no hace falta tanto local), y a la izquierda otro gran salón igual al anterior, donde los socios se reúnen con preferencia. Mesas cuadradas y redondas, de mármol, se hallan esparcidas acá y allá alternando con otras de tapete verde; junto a la pared corre un ancho diván de peluche rojo; en un ángulo destaca un piano de cola, y verdes jazmineros cuajados de florecillas blancas festonean las ventanas.

Son los primeros días de otoño; los balcones están cerrados; el viento mueve un leve murmullo en el jardín; poco a poco van llegando los socios a su recreo de la noche; brillan las lámparas eléctricas.

Estos socios, unos juegan a los naipes; otros, al dominó —juego muy en predicamento en provincias—, otros charlan sin jugar a nada. Entre los que charlan se cuentan los señores provectos y respetables. Son seis u ocho que constantemente se reúnen en el mismo sitio: un ángulo del salón de la izquierda. Allí pasan revista en una conversación discreta y apacible a las cosas del día, unas veces, y otras evocan recuerdos de la juventud pasada.

—Aquellos —dice uno de los contertulios—, aquellos eran otros tiempos. Yo no diré que eran mejores que estos, pero eran otros. No sólo había notabilidades de primera fila, sino hombres modestos que valían mucho. Yo recuerdo, por ejemplo, que don Juan Pedro Muchada[34] era un gran hacendista.

—Sí —dice otro señor—, yo lo recuerdo también. Cuando estábamos los dos estudiando en Madrid, fuimos un día a verle con una carta de recomendación.

—Era entonces diputado por Cádiz. A mí me regaló su libro La Hacienda de España y modo de reorganizarla.

—Yo lo recuerdo como si fuera ahora. Era un señor grueso, alto, con la cara llena, todo afeitado…

Pausa ligera. Suenan las fichas sobre los mármoles; el pianista preludia una melodía.

—Yo a quien conocí y traté, porque era gran amigo de mi padre —observa otro contertulio—, fue a don Juan Manuel Montalbán y Herranz[35]… Ahí tiene usted otro hombre de los que no hicieron mucho ruido, y que, sin embargo, tenía un mérito positivo. Cuando yo estudiaba era rector de la Universidad Central; fue también senador el año 72… La mejor edición que se ha hecho del Febrero se debe a él… Sabía mucho y era muy modesto.

—Eran otros hombres aquellos. Ante todo, había menos palabrería que ahora. Ya predijeron algunos lo que iba a suceder luego; muchas de las cosas que aquellos hombres recomendaban, luego se han tenido que realizar, porque todo el mundo ha reconocido que eran convenientes y se podían atajar con ellas muchos males… Don Juan Pedro Muchada recomendaba en su libro la formación de sociedades cooperativas para obreros; entonces (esto era el año 1846), entonces no había ni rastro de ellas. Vean ustedes ahora si hay pocas.

Hace un momento ha llegado un viejo que tiene un bigotito blanco en forma de cepillo, que viste un pantalón a cuadritos negros y blancos, y se apoya en un bastón de color de avellana. Este viejo oye en silencio estas añoranzas del tiempo luengo, y dice después, dando golpes con el bastón, poniéndose los lentes con un gesto rápido:

—Yo les puedo asegurar a ustedes que en lo que toca a lo que yo he conocido algo, que es el teatro, no hay ahora actores como aquellos… Será una ilusión mía, muy natural, dado que aquel fue el tiempo de mi juventud…; pero a mí se me antoja que realmente eran mejores. Sin contar los de primera fila: Romea[36], Latorre[37], Matilde Díez[38], Arjona[39], Catalina[40], Valero[41]…, había muchos de segunda, que yo hoy, relativamente, no los encuentro; por ejemplo: Pizarroso[42], Oltra y Vega[43], que trabajaba en la compañía de Romea: el mismo hermano de Romea, Florencio, Luján[44], a quien yo vi debutar el año 1865 en el teatro del Recreo… Y como cantantes de zarzuela, no digamos. ¿Quién no se acuerda de Escriú[45]? ¡Qué bien hacía! ¡Quién es el loco!… Y ahora que hablo de locos me acuerdo del pobre Tirso Obregón[46], que murió loco en su pueblo, Molina de Aragón. Creo que no he conocido un barítono de más bríos que el pobre Tirso; tenía también una arrogante presencia… Él fue, puede decirse, el último intérprete de la zarzuela clásica, de Barbieri, de Oudrid —¡cuánto me acuerdo yo de Oudrid!—, de Gaztambide[47]… Después de él, ya aquello se fue…

El viejo calla en un silencio triste; todo un pasado rebulle en su cerebro; toda una época de actores aclamados y actrices adorables que poco a poco se esfuman en el olvido.

La sala se ha ido quedando vacía; en un rincón se inclinan dos jugadores sobre una mesilla verde; de cuando en cuando profieren una exclamación, levantan el brazo y lo dejan caer pesadamente sobre el tapete. El vaho y el humo borran las líneas y hacen que destaquen en mancha, sin contorno, las notas verdes y blancas de las mesas y la larga pincelada roja del diván. Un reloj suena con diez metálicas vibraciones.

—¿Está usted vendimiando ya en la Umbría? —pregunta uno de los contertulios a otro.

—Sí, ayer di orden de que principiaran.

—Yo mañana me marcho a la Fontana; quiero principiar pasado mañana.

—La uva ya está en su punto —dice un tercero.

—Y es necesario —añade otro— cogerla antes de que una nube se nos adelante.

Y todos, durante estas últimas palabras, han ido levantándose y se despiden hasta otro día.