Estos son unos viejos, muy viejos. Llevan un pantalón negro, un chaleco negro, una chaqueta negra de terciopelo. Esta chaqueta es muy corta. Ya casi no quedan en el pueblo más chaquetas cortas que las de estos viejos labriegos. Van encorvados un poco y se apoyan en cayados amarillos. ¿En qué piensan estos viejos? ¿Qué hacen estos viejos? Al anochecer salen a la huerta y se sientan sobre unas piedras blancas. Cuando se han sentado en las piedras permanecen un rato en silencio; luego, tal vez uno tose; otro levanta la mano y golpea con ella abierta la vuelta del cayado; otro apoya los brazos cruzados sobre el bastón e inclina la cabeza pensativo… Estos viejos han visto sucederse las generaciones; las casas que ellos vieron construir están ya viejas, como ellos. Y ellos salen a la huerta y se sientan en sus piedras blancas.
Va anocheciendo. El pueblo luce intensamente dorado por los resplandores del ocaso; las palmeras y los cipreses de los huertos se recortan sobre el azul pálido; la luna resalta blanca.
Y un viejo levanta la cabeza y dice:
—La luna está en creciente.
—El día 17 —observa otro— será la luna llena.
—A ver si llueve antes de la vendimia —replica un tercero— y la uva reverdece.
Y todos vuelven a callar.
Cierra la noche; un viento ligero mece las palmeras que destacan en el cielo fuliginoso. Un viejo mira hacia Poniente. Este viejo está completamente afeitado, como todos; sus ojuelos son grises, blandos; en su cara afilada, los labios aparecen sumidos y le prestan un gesto de bondad picaresca. Este viejo es el más viejo de todos; cuando camina agachado sobre su palo lleva la mano izquierda puesta sobre la espalda. Mira hacia Poniente y dice:
—El año 60 hizo un viento grande que derribó una palmera.
—Yo la vi —contesta otro—; cayó sobre la pared del huerto y abrió un boquete.
—Era una palmera muy alta.
—Sí, era una palmera muy alta.
Se hace otra larga pausa. Los murciélagos revuelan calladamente; brillan las luces en el pueblo. Entonces el viejo más viejo da dos golpes en el suelo con el cayado, y se levanta.
—¿Se marcha usted?
—Sí; ya es tarde[32].
—Entonces nos marcharemos todos.
Y todos se levantan de sus piedras blancas y se van al pueblo, un poco encorvados, silenciosos.