Este viejo está llorando. Este viejo tiene un bigote blanco, recortado, como un pequeño cepillo; viste un pantalón a cuadritos negros y blancos; lleva unos lentes colgados de una cinta negra; se apoya en un bastón de color de avellana, con el puño de cuerno, en forma de pata de cabra. Este viejo llora de alegría. Se ha pasado toda su vida en el teatro; cuando vio su fortuna deshecha se vino al pueblo. Aquí ha organizado una compañía de aficionados; no podía estarse quieto. Esta noche es la primera que trabajan.
El viejo va y viene con pasito ligero y menudo por el escenario, entra en los cuartos de los cómicos, sube al telar, desciende al foso. Lleva en la mano un libro delgado; de cuando en cuando se para bajo una luz y lee un poco; otras veces se dirige a un carpintero que da fuertes martillazos y le dice:
—No, ese árbol no debe ir aquí. ¿No comprende usted que colocar un árbol aquí es un absurdo?
El carpintero no comprende que colocar un árbol allí es un absurdo, pero lo coloca en otra parte; lo mismo le da a él.
Después el viejo da con el libro en una mano fuertes golpes y llama:
—¡Pedro! ¡Pedro!… A ver, que suban una verja para el fondo del jardín.
Pedro dice que no hay ninguna verja.
Entonces él replica que sí, que acaba de verla. ¿Cómo puede haberla visto si no la hay? Así lo afirma Pedro, pero, sin duda, Pedro está trascordado, porque el viejo insiste en que él la ha visto. Y se va corriendo hacia el foso y baja las escaleras a saltitos.
Llega al foso, y efectivamente no hay verja. Lo que hay es una empalizada de un huerto. Esto le contraría un poco al viejo; pero en fin acuerdan poner la empalizada. La realidad escénica padecerá con este detalle; pero, después de todo, si se piensa bien, puede haber jardines que tengan empalizadas.
El viejo deja el bastón y se pone a arreglar la escena. Cuando está subido en una escalera vienen a llamarlo porque un actor necesita saber si se ha de poner bigote o ha de salir todo afeitado. Entonces el viejo que ha visto Azorín allí cerca le llama y le dice:
—Azorín, haga usted el favor de sostener esto mientras yo voy un momento a ver lo que quieren.
Luego vuelve rápidamente, con su paso menudo.
—¡Parece mentira —exclama— no saber que en el siglo XVIII iba todo el mundo afeitado!
Como la empalizada ha quedado ya en su sitio y está lista la escena, el viejo sacude las manos una contra otra, toma el bastón y se retira hacia el fondo.
—Azorín —dice respirando holgadamente—, ¡qué gratos recuerdos guardo yo del teatro! ¡Qué cosas podría yo contarle a usted! ¿Usted no ha conocido a Pepe Ortiz[28]? No; usted no ha conocido a Pepe Ortiz. Era un actor excelente. Esta cadena la llevó él una semana. Mírela usted; tóquela usted.
El viejo, con un gesto rápido, se quita la cadena. Es una cadena de oro, compuesta de dos finos ramales juntos; tiene pendiente del sujetador un medallón cuadrado. Azorín examina la cadena. Luego el viejo se la vuelve a poner y dice:
—Una tarde fuimos los dos a una joyería de la calle de la Montera a comprar cada uno una cadena; nos sacaron varias, pero entre todas nos gustaron dos de ellas. A los dos nos gustaban las dos, y no sabíamos por cuál decidirnos. Al fin, Pepe Ortiz tomó una y yo tomé otra. Pero al cabo de una semana encontré a Ortiz y me dijo que mi cadena le gustaba más que la suya; entonces yo le di la mía y él me dio la suya, que es esta…
Vienen a decirle al viejo que todos los actores están dispuestos para comenzar la función. Él da orden de que principie a tocar la orquesta. Y como desea echar una última ojeada a la escena, inclina la cabeza y se pone los lentes con un movimiento rápido. A lo lejos columbra a un cómico que espera reclinado en un bastidor, y se dirige a él dando saltitos automáticos.
—Cuidado —le advierte— cuando recite usted aquello de
Feliz tú, que en lo profundo
de aquel bendito rincón…
dígalo usted con brío, con cierto énfasis.
Luego vuelve al lado de Azorín. El telón se ha levantado. El viejo dice:
—¿Usted no conoce esta obra? Es preciosa; yo se la vi estrenar a Caltañazor[29], a Becerra, a la Ramírez, a la Di Franco, que entonces era una niña… Camprodón[30] tenía mucho talento. Yo conocía también a su mujer, doña Concha… Él y yo tomábamos muchas tardes café juntos en el de Levante[31]. ¿Sigue aún ese café, querido Azorín?
Azorín contesta que aún dura ese café. De pronto estalla en la sala una larga salva de aplausos. Y el viejo tiende los brazos hacia Azorín, lo abraza y llora en silencio.