Esta pieza, donde la buena vieja está siempre sentada, es el comedor. Este comedor tiene las paredes cubiertas con papeles que representan un bosque, una catarata cruzada por un puentecillo rústico, una playa de doradas arenas, en las que aparece encallada una barquichuela. En un ángulo hay una rinconera con un loro disecado; en el otro ángulo hay otra rinconera con un despertador que siempre marcha con su tic-tac monótono. Yo creo que este tic-tac y el loro, que se inclina inmóvil sobre su alcándara, son los únicos compañeros de la pobre vieja.
¿Qué hace esta vieja? La casa es pequeña y oscura; la puerta siempre está cerrada; no entra ni sale nadie. Por la mañana la vieja se levanta y suspira: «¡Ay, Señor!» Luego se sienta en el comedor, junto a la ventana que da al solitario y diminuto patio. Allí coge una media que está haciendo y se pone a trabajar. Suenan campanadas lejanas; la vieja vuelve a suspirar. ¿Por qué suspira? Hace diez años que vive así; no se sabe para qué vive. Ella no hace más que pensar en que se ha de morir; lo piensa todos los días y en todos los momentos desde hace diez años, que fue cuando «faltó» su marido. Si oye unas campanadas se acuerda de la muerte; si ve una carta de luto se sobresalta un poco; si dicen en su presencia: «¡Caramba!, yo creía que se había usted muerto», entonces se pone pálida y cierra los ojos… Por eso lo mejor que ha hecho es no salir de casa para no ver a nadie ni oír nada; sólo sale de tarde en tarde a alguna novena. Aquí, dentro de casa, está completamente sola; ya sus antiguas amigas se han muerto; no tiene tampoco hijos. Y, sin embargo, a pesar de que no ve a nadie ni oye nada, ella se acuerda siempre de la deuda terrible. Esta es la causa de que esté suspirando desde por la mañana hasta por la noche.
Cuando llega la noche, la vieja enciende una capuchina y la pone sobre la mesa. En el recazo de esta capuchina hay unos fósforos usados; de estos fósforos coge uno la vieja, lo enciende en la capuchina, y luego enciende un poco fuego, en el que hace su cena. No es mucho lo que cena: cena lo bastante para pasar la vida —esta vida que al fin, tarde o temprano, se ha de acabar—. Esto es lo que piensa también la vieja; y entonces suspira otra vez: «¡Ay, Señor!»
Luego que ha cenado, reza unas oraciones. Terminadas las oraciones, coge la lamparilla y se dirige a la sala, y entra en la alcoba. En la alcoba hay una cama grande de madera pintada; hay también un cuadro que representa a la Divina Pastora. La vieja reza un poco ante este cuadro. Y luego se acuesta, y se duerme pensando que esta noche acaso sea la última de su vida.
Esta tarde la vieja ha ido a la novena. Es una novena que le hacen a San Francisco. Delante de la iglesia se abre una plazoleta plantada de acacias; en el fondo luce un huerto con frutales y palmeras.
San Francisco cae por Octubre. Los pámpanos comienzan a amarillear; sopla el viento por las noches y hace gemir una ventana que se ha quedado abierta; el cielo se cubre de nubes plomizas, y llueve de cuando en cuando en largas cortinas de agua.
La vieja, sin embargo de que hace mal tiempo, ha salido a la novena. Mejor hubiera sido que no lo hubiera hecho, porque en la puerta de la iglesia le han dado una mala noticia.
—¿Sabe usted? Don Pedro Antonio se ha muerto…
La vieja se ha puesto pálida. Don Pedro Antonio estaba muy viejo; ella también está muy vieja; luego puede morirse lo mismo que él cualquier día. Sin embargo, recapacita y dice que don Pedro Antonio padecía de muchos achaques y era natural que se muriera.
Después pregunta de qué se ha muerto, y le contestan que se quedó de pronto frío porque le faltó el aire, es decir, que se ahogó. Entonces la vieja piensa que ella padece también de asma y que bien puede suceder que un día le falte el aire como a don Pedro Antonio.
Ya no le hace provecho la novena. La vieja está muy triste; no somos nada; en un momento podemos vernos privados de la vida. «Señor, Señor —dice la vieja—, ¿por qué pones ante mí la muerte a todas horas? Ya que me he de morir, llévame de este mundo sin angustias y sin sobresaltos.»
Pero el Señor no oye a la pobre vieja. A la mitad de la novena sale de la sacristía un monaguillo que lleva un farol y va tocando una campanilla; detrás viene un clérigo con el Viático. Es que van a llevárselo a un enfermo que agoniza… La vieja al verlo sufre una gran conmoción. Y vuelve a suspirar y a invocar al Señor, mientras entre sus dedos secos van pasando los granos del rosario.
De que se ha terminado la novena vuelve a su casa la vieja. Algunas veces se detiene en la puerta charlando un momento; pero esta tarde está tan triste por las emociones recibidas, que no tiene gusto de hablar con nadie.
Este año ha apedreado. El aparcero que lleva las tierras de la vieja ha venido y se lo ha dicho. Ella ya había visto caer los granizos en su patio, a través de la ventana del comedor. Las tierras son muy pocas; ella, verdad es que necesitaba muy poco para vivir. Pero este año, ¿qué va a hacer? ¿Quién la socorrerá? El tic-tac del reloj suena monótono; el loro la mira con sus ojos de vidrio. La vieja piensa en su soledad y en su tristeza. Todas las pequeñas contrariedades que ha ido sufriendo durante diez años vienen ahora a condensarse en una catástrofe grande.
Hace un día nublado; la vieja deja la media en el pequeño tabaque de mimbre y se pone a mirar al cielo —a este cielo que le ha apedreado sus viñas—. Pero es muy breve el tiempo que permanece mirándolo, porque de pronto suenan en la calle unos cantos terribles. ¿Qué son estos cantos? Son sencillamente los responsos que van echándole a un muerto que llevan a enterrar. Al oírlos, la vieja siente que un gran terror se apodera de todo su cuerpo. No, no; esos cantos no son para el muerto que pasan por la calle, sino para ella. Y entonces se recoge en su asiento, toda arrugadita, toda temblorosa, y llora como una niña.
Cuando se ha hecho de noche, la vieja se ha levantado y ha encendido la capuchina. Sonaban, unas largas, otras breves, las campanadas del Angelus, y ella ha rezado sus habituales oraciones a la Virgen. Después de estos rezos, ella tiene por costumbre hacer la cena; pero esta noche no la ha hecho. No tenía apetito; era tan grande su dolor, que no tenía ganas ni siquiera de abrir la boca. De modo que después de rezar otra vez se ha dirigido a la sala. En la sala ha tenido una tentación. ¿Por qué no decirlo? Sí, ha tenido una tentación; es decir, ha querido mirarse al espejo. ¿Estará ella tan vieja como piensa? ¿Se podrá colegir por el aspecto de su cara si ha de vivir aún algunos años? Ello es que ha ido a mirarse al espejo; pero valiera más que no hubiese ido. Cuando ha acercado la luz al cristal ha visto una araña que corría por él. La araña era pequeñita; pero tal susto se ha llevado, que por poco si deja caer la lamparilla. Y ahora sí que ha sentido que este presagio le anunciaba que todo iba a acabar para ella[26]. ¿Cuándo? Acaso esta noche.
Con estas ideas se ha quedado dormida.
Cuando a la mañana siguiente han llamado para llevarle el pan, viendo que no abría, han tenido que forzar la puerta.
La vieja estaba muerta en su cama. Tal vez había tenido alguna espantosa pesadilla[27].