LA NOVELA «LA VOLUNTAD»

Con la publicación en 1902 de Camino de perfección por Baroja, Sonata de otoño por Valle-Inclán, Amor y pedagogía por Unamuno y La voluntad por Martínez Ruiz (las dos últimas en la misma colección, «Bibliografía de Novelistas del Siglo XX», Barcelona, Henrich y Cía.), la novela española cambia de rumbo y se abren nuevas posibilidades de expresión que van a salvar la ficción ya estancada del siglo XIX. Si España fue un país atrasado, desde el punto de vista europeo, en cuanto a las nuevas ideas sociales y políticas, lo fue también en su expresión literaria. No vamos a detenernos en este breve estudio preliminar a comentar largamente la diferencia entre la novela en boga, la realista, y la nueva novela de 1902 —tema ya suficientemente estudiado[9]—, pero sí conviene recordarle al lector que La voluntad y sus coetáneas representan una ruptura con los cánones decimonónicos de la novelística. El protagonista egoísta y desilusionado, común a las cuatro novelas, es símbolo de cierto mal du siècle intelectual, pero estos jóvenes escritores reaccionaban también en contra de la literatura de la época en que les tocó vivir; y no sólo por su contenido, sino también por su forma. Lo hicieron de una manera demoledora, algunas veces injustamente si se quiere, pero con una visión bastante exacta de las deficiencias de la novela del siglo XIX para expresar las crisis del siglo XX. Ya no se podría mirar el mundo de arriba a abajo, de izquierda a derecha sin perder un detalle, o contemplar la vida cronológicamente desde la niñez a la madurez, colocando episodio tres episodio para acabar con todo resuelto, con todos los cabos atados. El hombre ya no concebía la vida de tal manera. Ahora bien, el artista, el genio creador, siempre se adelanta a su público; y si entre un pequeño círculo artístico e intelectual, más o menos de su misma generación, se concretaron las reputaciones de los cuatro novelistas con la publicación de estas novelas, estas pasaron casi inadvertidas para el lector general, más aficionado a Galdós, Pardo Bazán, Palacio Valdés, Octavio Picón y Blasco Ibáñez, sin duda los novelistas más leídos hasta los años veinte. No es que los nuevos novelistas no gustaran, es que sencillamente la crítica no se ocupó de ellos. A pesar de lo que dice Azorín en Madrid (III), La voluntad no fue menospreciada a su aparición (con la posible excepción de Fray Candil, quien en su artículo de Nuestro Tiempo, al considerar seriamente la novela, destaca algunos de sus defectos); al contrario, las reseñas que hemos podido ver son, en general, elogiosas. Lo que pasa es que sólo había tres, número ridículo si lo comparamos con la cantidad de críticas en torno a las obras de los «famosos». Desde nuestra perspectiva actual, contemplando el panorama de la fama posterior de estos ahora célebres escritores, muchos cometemos el error de pensar que nacieron súbitamente, sin tribulaciones, a la fama inmediata e inquebrantable, Y no fue así. Tampoco estas cuatro novelas fueron un éxito de venta. Sin embargo, son obras importantes porque son los momentos incipientes de la innovación artística, cuando el artista no ha podido amalgamar totalmente teoría y creación, que a veces nos enseñan más lo que es el arte.

¿Novela o autobiografía?

La crisis de Martínez Ruiz, entonces, que se expresa en La voluntad no es sólo la del pensador, sino también la del novelista. Y el dualismo de la existencia exterior del protagonista Antonio Azorín y su propensión a un continuo autoanálisis tiene su paralelo en la novela en el siempre presente protagonista como novelista incapaz de separar creación y teoría. «Yo soy rebelde de mí mismo» (III, Cap. 2): el yo agresivo se enfrenta con el contemplativo y el ser está dividido sin esperanza y reducido al papel de espectador de su propia existencia[10]. Y Yuste dice: «Observar es sentirse vivir. Y sentirse vivir es sentir la muerte, es sentir la inexorable marcha de todo nuestro ser y de las cosas que nos rodean hacia el océano misterioso de la Nada…» (I, Cap. 25). Martínez Ruiz busca la forma adecuada para reflejar la crisis de su protagonista: «Esta misma coherencia y corrección antiartísticas —porque es cosa fría— que se censura en el diálogo… se encuentra en la fábula toda… Ante todo, no debe haber fábula… la vida no tiene fábula: es diversa, multiforme, ondulante, contradictoria… todo menos simétrica, geométrica, rígida, como aparece en las novelas. Y por eso, los Goncourt, que son los que, a mi entender, se han acertado más al desiderátum, no dan una vida, sino fragmentos, sensaciones separadas… Y así el personaje, entre dos de estos fragmentos, hará su vida habitual, que no importa al artista, y este no se verá forzado, como en la novela del antiguo régimen, a contarnos tilde por tilde, desde por la mañana hasta por la noche, las obras y los milagros de su protagonista… cosa absurda, puesto que toda la vida no se puede encajar en un volumen, y bastante haremos si damos diez, veinte, cuarenta sensaciones…» (I, Cap. 14). Es que el impulso lírico y romántico del futuro Azorín de sentirse continuamente en tensión con la realidad circundante le lleva a romper con la tradición de la novelística española y buscar una nueva forma de expresión. La encuentra —como casi todo lo nuevo se hallaba por esta generación extranjerizante— en la novela francesa de los hermanos Goncourt, creadores de la novela impresionista, la novela de fragmentos de vida, de sensaciones separadas. Tampoco se podría decir, como algunos, que la dependencia azoriniana es puramente formal, y no afecta en modo alguno a la elección del material novelesco y al modo de tratarlo. Las semejanzas entre La voluntad y la primera parte de Charles Demailly (1851) de los Goncourt —novela además publicada en folletín en Revista Nueva (1899), revista que, ya sabemos, reunió a los escritores de la generación— son sorprendentes y pasan de ser meramente formales: el hipersensible periodista frustrado, rechazado por sus excesos, que escribe una novela, sus amores románticos e idealistas, la vida de los periódicos y las redacciones, escenas de las calles de París, el uso de la forma epistolar, etc. Pero, aquí no se trata de estudiar influencias sino de destacar el hecho de que La voluntad se componía en la sombra de cierta tradición establecida, si no en España por lo menos en el resto de Europa: de un lado, la prosa impresionista de los Goncourt, Alphonse Daudet y Anatole France, y del otro la literatura de los diarios confesionales en que se juega con ideas, ya practicada por Martínez Ruiz, y ejemplificada por el fournal intime de Amiel, libro también mencionado no pocas veces por el joven escritor. Ahora bien, a mediados del siglo XX no queremos caer en la frivolidad de hacernos la pregunta de que si La voluntad es una novela o no, juzgando equivocadamente a base de la preceptiva de la novela clásica. La novela es una forma proteica y cambiante cuyo propósito básico es ordenar artísticamente, y en prosa, la vida, psicológica o física, de un hombre o de un grupo de seres humanos de tal forma que el lector experimente algo con respecto a la condición humana. Cambia, pues, la forma según varía la visión de la realidad y la tarea del novelista es encontrar la forma que mejor se ajuste a la narración de la historia y a la psicología de su protagonista. Con esto prescindamos de la posibilidad de una discusión estéril y pasemos a un comentario de la forma de La voluntad.

La voluntad tiene abundantes alusiones autobiográficas y hay muchos detalles del escenario que son reales y que Martínez Ruiz ha observado y quizá experimentado. A primera vista, la novela parece consistir en un gran «collage» de documentos (artículos periodísticos, párrafos de otros libros, circulares políticas, etc.), de los cuales todos, efectivamente, pueden relacionarse, de alguna forma u otra, con la vida intelectual de Martínez Ruiz. La obra es una mina de información histórica, y si he tratado de identificar los documentos en las notas a esta edición ha sido para demostrar la inspiración del novelista en otros escritos —característica de la literatura española de este siglo— y para estudiar la orientación ideológica de la generación de 1898. Su función en la novela, sin embargo, asume el papel simbólico del fondo de la realidad contra la cual reacciona el protagonista —protagonista, como sabemos ahora, inspirado en el estado anímico del autor y que refleja una crisis real para él, aunque los episodios no hayan sido siempre vividos por él.

Por otro lado, no debemos caer en la trampa de confundir autobiografía con novela. La forma que da el artista a sus experiencias es lo que más nos interesa ahora. Si el padre Lasalde existía de verdad y si fue hasta profesor de Martínez Ruiz en el colegio de Yecla, como sabemos, y si vivió el joven ocho años en el pueblo mencionado, ninguno de los dos —las experiencias de Antonio Azorín en Yecla o las palabras del padre— corresponde a la realidad de los hechos. En la novela se nos presenta el protagonista ya en el momento de formular sus ideas sobre la existencia y sobre su vida en particular; y no son las experiencias o las observaciones de un colegial sino de un joven que ha pasado años universitarios en Valencia y que ha experimentado los altibajos de la vida en Madrid. De hecho, casi todos los personajes de la primera parte se toman de la vida real del Yecla de la época. Yuste bien podría inspirarse en el abuelo paterno del autor, José Martínez Yuste, muerto en 1878, importante notario de la ciudad que había cursado Filosofía y que al final de su vida había venido a menos[11]. Pero otra vez lo que hace el autor es volver sobre su vida para buscar elementos autobiográficos que puedan explicar su condición de ahora, y así cambia los hechos, los trata artísticamente, elevándolos, en estos casos, a un nivel simbólico. También parece que la yeclana sor Carmen Cano-Manuel y Maza de Lizana, cuyo ingreso en el convento de las Concepcionistas Franciscanas en 1892 causó comentario de que hablaremos en seguida, dio pie a la creación de Justina. No es el caso, sin embargo, que Martínez Ruiz tuviera relaciones importantes con la verdadera Carmen Cano-Manuel; poco dado a la pasión amorosa, sueña mucho —y con mucha sensiblería— a través de las páginas de Diario de un enfermo y La voluntad con el ideal femenino. Se aprovecharía del personaje y del acontecimiento verdaderos, elaborando a Justina en la novela, para agravar el destino trágico de su protagonista y para pintar el resultado del misticismo español que ve con una mezcla de admiración y tristeza. Libre de sensualidad, para él la mujer representa la vida normal, de rutina, de matrimonio tranquilo (hasta pudiéramos decir, «lo normal»). No siente un amor romántico y apasionado por Justina o Iluminada, ni por la toledana que observa comprando mazapán y con quien sueña casarse y vivir una vida sencilla y metódica (II, Cap. 4). Se siente más atraído a Justina porque el clérigo se opone a sus amoríos; Iluminada le interesa porque le ayudaría con «su voluntad espontánea y libre» a complementar su personalidad.

El triángulo Puche-Justina-Azorín

Vamos a ver también que Martínez Ruiz, partiendo de experiencias y observaciones personales, noveliza las relaciones entre Puche, Justina y Azorín de tal modo que constituyan un comentario crítico sobre el orden social en los pueblos españoles. Según Jo que hemos podido averiguar sobre la vida en Yecla a la vuelta del siglo, Puche podría ser el cura Pascual Puche Martínez (tío del escritor J. L. Castillo Puche), miembro de una familia casi caciquil que se veía como guardián de las ideas tradicionalistas y religiosas en la comarca. Esta familia reñía a menudo con José Martínez Soriano, notario liberal y tío de Martínez Ruiz; y los primeros escritos anarquistas e irreligiosos de nuestro autor hicieron que fuese considerado entre muchos yeclanos alrededor de 1900 como personaje peligroso. Otros creen que el Puche de la novela representa al párroco de la Iglesia Nueva de Yecla, Francisco Azorín Bautista. Por lo menos fue él quien impulsó a ingresar en el convento a sor Carmen Cano-Manuel. Según testimonio fidedigno, ella había sido novia poco antes de meterse monja y su vocación religiosa fue estimulada por los consejos de don Francisco. De todos modos, lo importante es que algunos curas se resistían a que una chica del pueblo se casase con un chico de opiniones liberales, llegando en más de una ocasión a convencer a la joven que se metiese monja. De ahí se puede decir que Martínez Ruiz crea el triángulo Puche-Justina-Azorín no sólo para desarrollar o revelar la personalidad de su personaje principal, sino también para abogar por un cambio en la sociedad, en el «medio» —tema importante a lo largo de la novela.

En realidad, Antonio Azorín no existe en la primera parte de la novela, no ha nacido al mundo todavía. Todo le viene de fuera: los monólogos de Yuste, las conversaciones que presencia entre el padre Lasalde y Yuste, sus lecturas que se reflejan además en las ideas de los dos maestros, y la muerte de Justina y de Yuste. No hace más que leer y pasearse; es pasivo, contempla, escucha las ideas de otros sin contestar; se va formando, pero no por experiencia sino por ideas; todo está en los libros. Vemos en seguida que el marco ideológico de la novela es tan importante como la frustración del protagonista. En efecto, se enlazan tanto que llegan a ser inseparables. En la primera parte no hay personajes de carne y hueso sino ideas encarnadas, casi sin pretensiones de parte del autor a darles atributos humanos. Y las ideas que salen de la boca de Yuste, Lasalde y Puche son las ideas del propio protagonista-autor, sacadas de su lectura desordenada. Hasta podríamos decir que los personajes principales representan libros u otros autores: Yuste, Schopenhauer, Montaigne y los anarquistas; Lasalde, las utopías de Tomás Moro y Campanella y Gracián; y Puche, la Biblia. ¡Qué irresoluto el pesimismo que invade cada frase suya y que no deja lugar a una salvación metafísica o social en este mundo! Según Puche, la vida es triste, el dolor es eterno, el mal es implacable… (I, Cap. 2). Yuste, más nihilista aún, «extiende ante los ojos del discípulo hórrido cuadro de todas las miserias, de todas las insanias, de todas las cobardías de la humanidad claudicante»: «Todo pasa, Azorín; todo cambia y perece» (I, Cap. 3); «La propiedad es el mal… Si el medio no cambia, no cambia el hombre» (I, Cap.5); «… todo ha de acabar, disolviéndose en la nada, como el humo, la gloria, la belleza, el valor, la inteligencia» (I, Cap. 7; «todo es igual, todo monótono, todo cambia en la apariencia y se repite en el fondo» (I, Capítulo 22). En fin, las ideas y el ambiente que han formado el espíritu de Antonio Azorín, el interior del protagonista, dejan poca esperanza de que vaya a poder resolver su actitud nihilista. A Madrid va armado con una sola contestación, el único consejo duradero del maestro: “La sensación crea la conciencia; la conciencia crea el mundo. No hay más realidad que la imagen, ni más vida que la conciencia (I, Cap. 3). Tardará mucho en aprender el valor de este subterfugio para la tranquilidad vital.

El protagonista aparece, en la segunda parte de la novela, en primer plano como el yo rebelde, como el joven que intenta imponerse sobre sus circunstancias. Pero pronto la vanidad y la frivolidad de la vida madrileña comprueban el tema de las disertaciones librescas de Yuste y su pesimismo instintivo se consolida, disgregándose al mismo tiempo su voluntad: «Su espíritu anda ávido y perplejo de una parte a otra; no tiene plan de vida; no es capaz del esfuerzo sostenido; mariposea en torno a todas las ideas; trata de gustar todas las sensaciones. Así en perpetuo tejer y destejer, en perdurables y estériles amagos, la vida corre inexorable sin dejar más que una fugitiva estela de gestos, gritos, indignaciones, paradojas…» (II, Cap. 1). El grito, la indignación y la paradoja caracterizan su actividad y todo resulta inútil, un fracaso: la intervención social no trae reformas, la fama literaria no se consigue. Se siente envuelto en la danza frenética hacia la muerte. El novelista contribuye artísticamente a la neurastenia del joven protagonista con las maravillosas descripciones de las calles madrileñas en que se destaca el ruido como elemento desgarrador —aspecto de la vida española que no tiene poco que ver con la nerviosidad de otro romántico, Mariano José de Larra. Así, con el contraste entre la emoción producida por el paisaje de Yecla y las escenas callejeras de Madrid, Martínez Ruiz ha puesto de relieve toda la diferencia entre el de la primera parte y el yo de la segunda. Poco a poco Antonio Azorín pierde la capacidad y las fuerzas de actuar, refugiándose en un destructivo análisis de su condición: el hombre-reflexión se va desarrollando a expensas del hombre-voluntad. El viaje a Toledo le entristece y le permite generalizar sobre su estado; su destino particular ha de ser el de todos los españoles si no se cambia el medio: «Estos pueblos tétricos y católicos no pueden producir más que hombres que hacen cada hora del día la misma cosa, y mujeres vestidas de negro y que no se lavan… ¡Esto es estúpido!, la austeridad castellana y católica agobia a esta pobre raza paralitica… Hay que romper la vieja tabla de valores morales, como decía Nietzsche» (II, Cap. 4). Si ni Antonio Azorín ni el mismo Martínez Ruiz podrían adherirse a su plan de vida, las palabras citadas son simbólicas de la gran lección de la generación de 1898. Y hay que recordar, en relación con esto, que para Antonio Azorín su visión metafísica está hondamente arraigada en su situación histórica; España, su medio, es la causa y el resultado de su pesimismo.

Por falta de fe en el progreso o por falta de audacia —de todos modos por la voluntad quebrantada— Antonio Azorín decide salir de Madrid, símbolo esto de un fracaso irremediable del hombre de acción. Acaba victoriosa la Voluntad de Schopenhauer, esta fuerza negra, sustancia del universo, que juega inconscientemente con la vida humana, sobre la Voluntad de Nietzsche, la afirmación de la personalidad. Para escaparse del abismo, va al campo de Alicante en busca de la ataraxia, y si sus ideas sociales y políticas, bien grabadas por sus lecturas y observaciones, no le dejan en total paz, llega por lo menos a sonreír de los sistemas filosóficos, y le invade cierta indiferencia: «Noto en mí un sosiego, una serenidad, una clarividencia intelectual que antes no tenía… No sé, no sé; lo cierto es que no siento aquella furibunda agresividad de antes, por todo y contra todo, que no noto en mí la fiera energía que me hacía estremecer en violentas indignaciones… En el fondo me es indiferente todo» (III, Cap. 2). Al casarse con Iluminada, en el Epílogo, y entregarse a la voluntad de su mujer y a la monótona vida diaria de Yecla, simbólicamente se muere el protagonista y así, para Martínez Ruiz, también el futuro de España. O quizá decida el autor que el camino es otro.

Ahora volvamos sobre la evolución del artista-filósofo para ver cómo llega a ser el Azorín de la contemplación de los paisajes, habitantes y literatura de su país. Tal evolución es uno de los aspectos más interesantes de la trilogía La voluntad, Antonio Azorín (1903) y Las confesiones de un pequeño filósofo (1904), y ha sido hondamente estudiada por la profesora Anna Krause en su Azorín, el pequeño filósofo: Indagaciones en el origen de una personalidad literaria. Según la profesora Krause, La voluntad, sobre todo la primera parte, es una proyección en ficción del ensayo de Nietzsche, «Schopenhauer como educador». Igual que Nietzsche, sin embargo, Martínez Ruiz (Antonio Azorín) no puede aceptar la derrota metafísica del pesimista alemán y se rebela contra su tiempo para crear nuevos valores —destruye para crear—. Su fracaso le lleva a ver la vida como una danza de muerte, como una existencia determinada por la concatenación de causa y efecto, y se obsesiona por la hipótesis nietzscheana de la Vuelta Eterna (Eterno Retorno). Parece, sin embargo, que el nihilismo del final de La voluntad no es la última palabra. Un tono afirmativo que anuncia la salvación de Martínez Ruiz, si no de Antonio Azorín, es la fe en el yo íntimo como realidad única y suprema. El hecho es que ya en la última página de La voluntad el autor anuncia «La segunda vida de Antonio Azorín “novela” que, sospechamos, está escribiendo antes de terminar La voluntad y que aparece en 1903 con el título de Antonio Azorín (Pequeño libro en que se habla de la vida de este peregrino señor)». Los resultados del descubrimiento de la supremacía del yo asocial, que contribuye a una armonía psíquica con respecto a la realidad externa, se revelan en la serenidad apolínea de Antonio Azorín contrastada con el fervor dioníseo de La voluntad. La elevación del espíritu llega a su colmo en Las confesiones de un pequeño filósofo, novela en que Azorín emerge como «el pequeño filósofo», el poeta filosófico o el filósofo poético que vuelve a su niñez en el colegio de Yecla en busca tranquila de su yo idealista. Yecla ya no es el pueblo claramente simbólico de la decadencia social y moral, sino que lo encontramos trasfundido de poesía. En fin, pasa Azorín de Schopenhauer (el pesimismo) a Nietzsche (la rebeldía del yo ante su ambiente), y finalmente a la resignación melancólica y escéptica aprendida en Montaigne, autor cuyas posibilidades como maestro se vislumbran en la primera parte de La voluntad y luego se realizan en la tercera.

El pensamiento sociológico de Martínez Ruiz

Es verdad que en las tres partes de la novela, el autor emplea tres puntos de vista distintos en la narración. Se aprovecha con conciencia de esta técnica siempre importante para el éxito de la coincidencia de forma y contenido en la novela. Es decir que la primera parte está escrita en la tercera persona desde el punto de vista de un narrador ajeno a lo que pasa en la novela. Es la parte más objetiva de la presentación de Antonio Azorín, la parte más intelectual. En la segunda parte, cuando surge el protagonista como personalidad, se sigue escribiendo en la tercera persona pero se refiere siempre a las acciones o sensaciones de Antonio Azorín, y muchas veces hay largos segmentos sobre lo que piensa. Como en las primeras páginas de la novela, cuando vemos el pueblo desde lejos y nos vamos acercando, como en movimiento, a las calles, las casas y luego su interior, a través de la novela vamos penetrando en el espíritu de Antonio Azorín. En la tercera parte todo se escribe en primera persona, como si fuera un diario del protagonista, y el lector presencia la posibilidad de una solución al problema vital, la comprensión de las últimas palabras de Yuste, que se repiten a través de la novela: «No hay más realidad que la imagen, ni más vida que la conciencia», la supremacía del yo —concepto que desemboca en la orientación contemplativa que está presente en Antonio Azorín y que predomina en Las confesiones de un pequeño filósofo. El tono de la novela, a partir de los momentos angustiosos en Madrid, ha ido descendiendo al paso del proceso que armoniza lo espiritual del protagonista.

Pero si aceptamos la teoría propuesta por la profesora Krause, el Epílogo parece estorbar la arquitectura de la novela, y hasta cierto punto una conclusión satisfactoria sobre su significación. Dentro del contexto de un autor que ha resuelto la antinomia acción-contemplación difícilmente se explican estas tres cartas de José Martínez Ruiz a Pío Baroja que forman las últimas páginas de La voluntad. Están llenas de sociología y economía del campo y su influencia nefasta sobre Antonio Azorín, y parecen desmentir el equilibrio contemplativo y escéptico logrado por el protagonista al final de la tercera parte.

Pues tenemos que preguntarnos ¿con qué propósito puso el autor este epílogo a la novela? Se ha argumentado que ofrece un punto de vista más, el de José Martínez Ruiz observador de su protagonista, así completando el cuadro de la vida de Antonio Azorín. Esto sería un desdoblamiento del personaje ya que Antonio Azorín y José Martínez Ruiz son el mismo, al menos con respecto al problema de escritor-hombre que, creemos, se noveliza aquí. Pero el problema se complica porque si el artista encuentra una solución, el hombre no tiene salida. Y es mi parecer que la clave para entender lo que escribió Martínez Ruiz —y otros de su generación— es reconocer que en sus obras se refleja una crisis intelectual que se caracteriza por un vaivén entre reforma social y contemplación metafísica[12]. Hemos visto en la novela la intención del novelista de dar una trascendencia a sus experiencias personales para que cobre un valor para toda la juventud española. Y no hay duda de que es en el Epílogo, más que en otra parte de la novela, donde Antonio Azorín se convierte más claramente en un personaje representativo de toda España, tal como la veía la generación de 1898.

Ahora bien, Antonio de Hoyos, en Yecla de Azorín, dice que estas cartas de Martínez Ruiz a Baroja han existido de verdad, que él las vio en manos de don Pío (p. 115-116). ¿Ejercicios literarios?; quizás, pero un tal Antonio Azorín, que documento por primera vez en una nota a esta edición, también existió. Sabemos poco de él; sólo que fue un maestro de escuela en Yecla que murió joven en 1904. Lo que escribo a continuación es pura conjetura pero la posibilidad fascina. En un pueblo como Yecla, es posible que Martínez Ruiz haya conocido al verdadero Antonio Azorín, tal vez más o menos de su edad. Y ¿si fue un chico inteligente que prometía en algún momento de su vida y que Martínez Ruiz observó en una de sus múltiples visitas a Yecla como apático y ya arrinconado por la vida monótona de los pueblos? El joven periodista, como sabemos, era muy dado a observaciones sociológicas y no es difícil imaginar que hubiera escrito semejantes cartas de Baroja sobre el caso. Si también tomamos en cuenta el prurito de Martínez Ruiz de aprovecharse de artículos periodísticos, escritos para otras ocasiones, en la elaboración de La voluntad, cabrá la posibilidad de que, después de apropiarse del nombre de «una vida opaca» para su protagonista autobiográfico, haya insertado material «histórico» para demostrar hasta dónde podría ir a parar la juventud española si «no se cambia el medio».

Sea lo que sea, Martínez Ruiz no resuelve sus contradicciones vitales en La voluntad, ni las resuelve en Antonio Azorín. En otro lugar creo haber documentado que una cuidadosa lectura de la segunda novela tampoco demuestra —como se ha mantenido— que el joven autor ha salido de su crisis intelectual, optando ya definitivamente por el «escepticismo amable» de Montaigne; sigue preocupado por la necesidad de efectuar cambios en la realidad socio-económica. Es más; ahora sabemos que gran parte de Antonio Azorín se escribió con anterioridad a La voluntad[13].

La técnica novelística de «La voluntad»

Queda constatado que es el personaje principal que da motivación, tema y unidad a la novela, pero es un personaje a quien no le pasa nada, a quien le falta una vida exterior, una «historia». La experimentación es atrevida, y Martínez Ruiz, en busca de la nueva forma, se plantea problemas difíciles de novelística. En primer lugar prescinde de lo episódico para dar más énfasis a las sensaciones íntimas del protagonista. El argumento de la novela se reduce a un esqueleto: sólo sabemos que Antonio Azorín vivió en Yecla donde leía y charlaba con algunos intelectuales, que se enamoró y que se le murieron su novia y su maestro. Luego va a Madrid donde escribe en los periódicos, hace un viaje a Toledo, se siente deprimido, y vuelve a Yecla donde se casa. Ninguno de los episodios en sí le afecta directamente. Muchas veces también desprecia el Martínez Ruiz novelista la oportunidad de aprovecharse de un acontecimiento lleno de sugerencia dramática: esto habría sido crucial para el novelista del siglo XIX. Por ejemplo, nos arrastra Martínez Ruiz al clímax de la ruptura entre Justina y Antonio Azorín, y la escena pasa en silencio, sin palabras, sin discusión, casi inadvertida: «Y llega lo irreparable, la ruptura dulce, pero absoluta, definitiva» (I, Cap. 15). Y no dice más el autor. Propiamente hablando, tampoco hay diálogo en la novela. Antonio Azorín no dialoga ni con Yuste, ni con Enrique Olaiz, ni con nadie; el contrincante siempre tiene la palabra, convirtiéndolo todo en monólogo. Azorín y Justina sencillamente no se hablan en toda la novela. En fin, el novelista ha conseguido eliminar, o reducir a un mínimo, todos los elementos de la narración: argumento, dramatismo y diálogo. Sin embargo, el «revoltijo de ideas» corresponde —si se mira con algo de comprensión— a una sola concepción metafísica del mundo, y gracias a esto y a algunas imágenes empleadas a través de la novela (la presencia de la Iglesia de Yecla como símbolo en momentos claves, las visitas a los cementerios, el leit-motif de los colores blanco y negro), las sensaciones y las ideas —el drama interior— del protagonista nos convencen como materia digna de una obra de arte.

Además del gran número de capítulos paralelos en su concepción[14], hay otros elementos de estructura artística, evidentemente consciente de parte del autor, que presta una unidad orgánica a la obra y a las sensaciones e ideas sueltas del protagonista. Siempre hay una fuente libresca enmarcada por un paisaje que contribuye al tono de las ideas expresadas, y, claro está, al estado psicológico del protagonista. En la primera parte, Yuste, desdoblamiento de Antonio Azorín, es, como ya se ha dicho, «Schopenhauer como educador», el metafísico cuyas palabras se basan, en general, en conceptos post-kantianos, semejantes a la obra principal del pesimista alemán, El mundo como voluntad y como representación. Y el escenario es Yecla, pueblo tétrico, sombrío y dominado por el clero, reflejo de la concepción que tiene Schopenhauer de la vida. La segunda parte se domina por las ideas morales de Nietzsche, sacadas de La philosophie de Nietzsche por Henri Lichtenberger, y las descripciones de las calles de Madrid sirven como fondo a la agresividad y la revuelta necesarias para triunfar en la vida. Finalmente llegamos al paisaje místico de dulce sosiego del campo de Jumilla que amolda el espíritu a reaccionar más escépticamente ante las lecturas. He reducido todo esto a un esquema —sin entrar en detalles y corriendo el riesgo de simplificar demasiado— para demostrar que con esta novela estamos dentro de un mundo ordenado artísticamente y que hay ciertos principios con el que el artista comunica con nosotros los lectores.

Otra técnica —de la misma índole— que emplea Martínez Ruiz muy a menudo para elaborar su obra es poner de relieve a sus personajes por una descripción de los libros y pinturas que tienen. Así es que la presentación de Puche, «un viejo clérigo… que tiene palabra dulce de iluminado fervoroso y movimientos resignados de varón probado en la amargura», se describe, entre otros cuadros de santos, un lienzo de San Francisco; y su conversación está tejida de varias citas de la Biblia (I, Cap. 2). La casa de Yuste, «de palabra enérgica, pesimista, desoladora, colérica, iracunda —en extraño contraste con su beata calva y plácida sonrisa»—, está llena de libros, entre los cuales se destacan tres tomos de Schopenhauer; y pasea delante de un cuadro triste de la pintora flamenca, Ana van Cronenburch, descrito en detalle por el autor (I, Cap. 3). Al ver al mismo Antonio Azorín por primera vez en la novela, está leyendo a Montaigne en una sala donde hay cuadros de Van Dyck, Goya, Velázquez y una estampa del siglo XVII en que aparece el mundo con sus vicios y pecados (I, Cap. 7). Las estatuas del Cerro de los Santos y los libros sobre las utopías eclipsan —o mejor dicho forman— toda la personalidad del padre Lasalde (I, Capítulo 16). Justina en su celda lee un libro y contempla «con mirada ansiosa, suplicante» un cuadro con el rótulo: Idea de una religiosa mortificada, en que Martínez Ruiz escribe más de una página de descripción (I, Cap. 23). En la segunda parte, Madrid se convierte en una gran litografía de Daumier y Toledo se ve a través de los cuadros de El Greco. Así es a través de toda la novela, y apunta en esta obra uno de los rasgos más constantes del arte de Azorín: la intuición de emplear otras obras de arte como marco de referencia para su propia creación. Y en la novela, esta técnica sirve para aislar las experiencias, para fijar las sensaciones pictóricamente en la mente del lector. Si añadimos el hecho de que la narración no continúa a través de capítulos consecutivos, sino que se interrumpe por un constante vaivén de sensaciones e ideas, tal estética llevará, desde el punto de vista del siglo XIX, a una forma de anti-novela.

Es evidente que Martínez Ruiz —por las ideas radicales y utópicas de sus personajes y por la forma experimental de la novela— busca la innovación en La voluntad. No menos innovador, sin embargo, quiere el novelista que sea su estilo: ruptura con la retórica del siglo XIX, intento de afirmar ideas con fórmulas expresivas desusadas hasta entonces. Es decir que el estilo de La voluntad se acomoda a la forma y al tema; o, si queremos, la insistencia en la innovación estilística no le permite al futuro Azorín desenvolver una narración clásica. Sin pretender entrar en el fondo de la cuestión, pues sería excedernos de los límites de esta introducción, sí debemos tener en cuenta algunos detalles: Martínez Ruiz evita el uso de las oraciones relativas y construcciones de gerundio y de participio para que el lenguaje deje una impresión más directa en el lector, sin necesidad de recurrir a conexiones lógicas. Así es que raras veces nos encontramos, en la prosa de este libro, con las conjunciones (que, puesto que, aunque, etc.); se limita el prosista a frases sencillas y cortas con predilección por la yuxtaposición asindética. Basta escoger cualquier descripción de La voluntad para ilustrar esto: «Hace una tarde gris, monótona. Cae una lluvia menuda, incesante, interminable. Las calles están desiertas. De cuando en cuando suenan pasos precipitados sobre la acera, y pasa un labriego envuelto en una manta. Y las horas transcurren lentas, eternas…» (I, Cap. 14).

La prosa del futuro Azorín rebosa sonidos y colores con función descriptiva, y por eso se destaca el uso de muchos adjetivos que matizan las varias posibilidades impresionistas. Nos hallamos ante una plétora de adjetivos de color como amarillento, ocre, ambarina, negruzco, nacarada, cenicientas, blanquecino, semiblanco, lechoso, verdoso, verdeante, rojizo, jaspeado, etc.; y otros de sonido como chirriantes, metálicos, sonoro, etc. Si la variedad del adjetivo es importante para la prosa azoriniana, también lo es su sonoridad. La cantidad de adjetivos que terminan en -oso e -ino en La voluntad resulta sorprendente. Y no sólo revive el autor palabras muy pocos usadas como sedoso, vagaroso, abundoso, etc., sino emplea neologismos, como negroso, esplendoroso, ombrajoso, sobrajoso, onduloso, sonoroso, patinoso, etc. Esta sonoridad se intensifica más con el uso añadido de adjetivos en -ante: joyante, radiante, crepitante, claudicante, jadeante, acompañante, etcétera[15]. Algunos han dicho que esta cualidad estorba en la prosa novelística, que hay que evitar las asonancias y las consonancias. Y existen momentos en el estilo de esta novela cuando las tendencias modernistas de Martínez Ruiz le llevan a frases a que no estamos acostumbrados en la prosa: «un perro ladra con largo y plañidero ladrido» (I, Cap. 1; parece demasiado rebuscado el efecto producido por la doble aliteración de los sonidos de l y r, consonantes además fácilmente asimiladas).

Pero si hay ejemplos —entre otros, el uso exagerado en varias ocasiones de cinco adjetivos para calificar un sustantivo— de un prosista inconsciente, existen también los casos de un escritor sumamente consciente de la lengua y su gramática, y cómo se puede emplear en función de expresividad, hasta de estilística. La anteposición del adjetivo es una de las características más destacadas del estilo del maduro Azorín y la frecuencia de su uso se vislumbra ya en La voluntad; casi no hay página en toda la novela donde no se pueda observar: «La verdura impetuosa de los pámpanos repta por las blancas pilastras, se enrosca a las carcomidas vigas de los parrales, cubre las alamedas de tupido toldo cimbreante, desborda en tumultuosas oleadas por los panzudos muros de los huertos, baja hasta arañar las aguas sosegadas de la ancha acequia exornada de ortigas. Desde los huertos, dejando atrás el pueblo, el inmenso llano de la vega se extiende en diminutos cuadros de pintorescos verdes, claros, grises, brillantes, apagados, y llega en desigual mosaico a las nuevas laderas de las lejanas pardas lomas» (I, Cap. 12). Es más; Martínez Ruiz casi favorece la anteposición de adjetivos de color; «El cielo, de verdes tintas pasa a encendidas nacaradas tintas» (I, Cap. 1), blanquecinas vetas, negras placas, etc.; y de otros de carácter altamente descriptivo: sutil metafísica, elzevirianos tipos, etc. En el caso atributivo del adjetivo (amarillentas calabazas, blancas nubes, rojos ladrillos, etc.) la anteposición es normal en la prosa, pero cuando se trata de un adjetivo generalmente descriptivo o analítico tal posición indica una valoración subjetiva de parte del escritor, describe lo que para él es un elemento ya inherente en el objeto. Ya que no distingue objetivamente (que tal es el propósito de la posposición), pierde su identidad como adjetivo y se incorpora a la realidad del sustantivo[16]. Ahora es el sustantivo, enriquecido, sí, en su poder sugestivo, en que fijamos la atención. Hans Jeschke dice que este giro hacia la valoración subjetiva, característica de toda la generación de 1898, depende de su concepción escéptica del mundo y de su consciente voluntad de relativizar y transmutar todos los valores (p. 138). El hecho es que el sustantivo asume más peso en la transmisión lingüística de la impresión. Y la reducción azoriniana de las funciones gramaticales a la concentración en el valor del sustantivo no se detiene aquí.

El verbo en la prosa de Martínez Ruiz casi nunca pasa de cumplir la sencilla necesidad copulativa. La expresión temporal le interesa poco; todo está —para él— presente en la imaginación porque después de todo es la sensación del momento que más le atrae. Y si quiere evocar el pasado, lo hace, no a través del verbo, sino desenterrando un nombre pintoresco o arcaico. Podemos ver también, por ejemplo en la primera página de la primera parte de La voluntad, que la expresividad del verbo se limita a definir la acción normal de su sujeto: una campana toca; la niebla se extiende; una tos rasga; los golpes de una maza resuenan. Aún más interesante es la manera en que el escritor evita la forma adverbial, sobre todo la que termina en -mente, empleando más bien un adjetivo predicativo en función adverbial: «una campana toca lenta, pausada, melancólica»; «una voz grita colérica»; «la campana tañe… pesada»; «la calle… desciende ancha»; «los ojos miran vagarosos y turbios»; «la llanura se esfuma tétrica», etc. Los ejemplos de este uso son tan frecuentes en la novela como los de los adjetivos antepuestos, y hasta vemos el siguiente: «sus frases discurren untuosas, benignas, mesuradas, enervadoras, sugestivas». (I, Cap. 2). Parece, entonces, que la fuerza de la atracción del sujeto es más poderosa que la del predicado. Puesto que Martínez Ruiz quiere fijar la impresión de un fenómeno más que expresar su discurso dinámico en el tiempo, se tiende a una estrecha relación entre el sujeto y el predicado tanto conceptual como gramatical; y la construcción nominal del adjetivo que, enlazado al sujeto pero en función predicativa, tiene significado adverbial se prefiere a la construcción de orientación verbal con la forma adverbial en -mente[17].

Con este breve análisis descriptivo de la prosa de La voluntad podemos ver bastante claramente los principios de la revolución que llevó el futuro Azorín ante los tribunales de la retórica del siglo XIX. Por cierto, en esta novela presenciamos los albores del estilista admirado por todos, del escritor que, según Gabriel Miró, fue el primero en ir desde el párrafo a la palabra. Conviene dejar constatado, no obstante, que el estilo de La voluntad es muy desigual. Si el Martínez Ruiz de esta novela se muestra como artista de la prosa en sus descripciones del paisaje —las cuales se prestan más a su novísima visión impresionista—, la parte ideológica del libro se caracteriza más bien por un estilo periodístico. Claro, preciso y directo, eso sí, pero con todos los defectos del periodismo llevado a la novela.

E. Inman Fox