El libro que tiene en sus manos el lector es una novela que describe la lucha interior de un personaje por encontrar una solución vital: la de incorporarse a la vida de un ambiente que le es extraño. Es la novela de un hombre que ha roto psicológicamente con cuanto le ligaba a la realidad de su circunstancia, y que busca, desesperada y sinceramente, el porqué de su existencia. Su historia se convierte en la crónica de toda una generación española, cuyos paladines espirituales sentían la contradicción entre su propia vida y los acontecimientos históricos que les tocó vivir.
Empecemos por trazar la biografía intelectual y espiritual de José Martínez Ruiz, autor-protagonista, hasta la aparición de su primera novela, La voluntad (1902[1]). Si atendemos a los resortes de su personalidad, de artista y de hombre (dualidad en fusión a lo largo de toda su obra y vida), llegaremos tal vez a comprender mejor el mundo de La voluntad y su significación como creación artística.
José Augusto Trinidad Martínez Ruiz —el futuro Azorín— nace en Monóvar, el 8 de junio de 1873. Primogénito de doña María Luisa Ruiz Maestre, natural de Petrel, y de don Isidro Martínez Soriano, natural de Yecla, abogado hacendado en Monóvar y muy querido en la villa, el escritor nace en una familia tradicional, en desahogada situación económica.
En las últimas décadas del siglo XIX, Monóvar era un floreciente núcleo urbano, típico de la «tierra alta alicantina», con una economía agrícola en desarrollo creciente. Luis Sánchez Granjel, uno de los mejores biógrafos de Azorín, nos ofrece una detallada estampa del lugar natal de nuestro autor: «Acababa de inaugurarse en la localidad un teatro, el Principal, y un Casino, donde hacen su tertulia los señores; políticamente, unos son conservadores “romeristas” (como el padre de José), otros, liberales sagastinos; los hay partidarios de Canalejas, y no escasean los que se confiesan carlistas y también quienes se llaman republicanos. A despecho de esta diversidad la convivencia discurre plácida, sin altibajos ni acaloramientos; el bienestar de que goza Monóvar ayuda a limar las asperezas del diario vivir, a lograrlo colaboran factores temperamentales» (Retrato de Azorín, pp. 20-21).
Desde su niñez, Pepe (así le llamaban sus familiares e íntimos y así siguieron llamándole hasta su muerte) dio muestras de su espíritu independiente y de su afición a la soledad, que hallaba en la propiedad familiar de una casa de campo situada en el Collado de Salinas. Allí leía y escribía. Allí compuso las descripciones más sensibles y personales del paisaje en torno a Monóvar. Ya hemos topado con el tema del paisaje, y precisamente con el paisaje de Azorín. ¿Ha buscado en la estampa paisajista únicamente una posible expresión estética? ¿No habrá querido también, o incluso más bien, intuir qué función catalítica desempeña el paisaje en la psicología y el arte de sus habitantes? Aunque las descripciones de Azorín reflejan un estado anímico del escritor, no hay que incurrir en la falta cometida por muchos comentaristas al enjuiciar las estampas impresionistas de Azorín, ya que sería imposible desdeñar la «vida opaca» que agoniza en el hondón de los paisajes azorinianos.
Pero volvamos a Monóvar, en el valle de Elda. El caserío está rodeado de un terreno montañoso, de rocosa sequedad, accidentado por desniveles geológicos que ofrecen un panorama cambiante de valles y tierras llanas donde se cultivan la vid y el olivo. El cielo despejado de un intenso azul realza los matices cromáticos de los campos solitarios. He aquí cómo Azorín nos transmite su propia visión: «Ahora todo parece como desleído, suavizado. Desleído en gris el rojo; desleído en gris el azul; desleído en gris el verde; desleído en gris el amarillo. Todo en el aire transparente, como soñado, como entrevisto en una divagación lírica. Fajas de matices superimpuestas; fajas de todos los grises coloreados; fajas de grises que bajan horizontales de los montes y se extienden por la comba suave del valle. En la lejanía, delante de una cortina de seda azulina, opaca, vieja, el paredón cobrizo del castillo enhiesto en su agudo peñón. Correlación armoniosa y profunda entre la sencillez de la suave coloración y el yeso blanco, el pino sin pintar y el esparto. Todo, nota de supremo franciscanismo. Ambiente el más propicio para un ángel; más que un paisaje romántico, de áspera montaña y de niebla. Paisaje este de pura y clara inteligencia… Tornasoles y cambios de sutil paisaje con la luz del momento; cambio a cada minuto; cada minuto paisaje nuevo; los matices del gris, diversos de lo que eran el momento anterior… En el fondo del valle, la laguna; el espejo terso de las aguas. Olivos, vides, almendros, higueras. Una serenidad inalterable; la seguridad gratísima de que esta quietud no ha de ser alterada…» (El Libro de Levante, OC, V, pp. 426-427).
Hay que advertir que esta descripción no es de José Martínez Ruiz, adolescente, sino de Azorín, el artista maduro que domina su materia. El texto pertenece a una época en la que el hombre parece haber resuelto sus preocupaciones vitales —en el supuesto de que tal cosa sea posible—. O revelará, sencillamente, una transitoria retirada de sus intereses sociales y metafísicos. Esa tranquilidad franciscana, inspirada por el paisaje de Monóvar, habrá podido grabarse en el joven Martínez Ruiz, pero, de hecho, no emerge como tal pacífico franciscanismo hasta Antonio Azorín (1903). Aunque sea reflejo del desarrollo lógico de una juventud agitada, poco tiene que ver con las experiencias y la orientación vital que informan La voluntad. La huella que haya podido dejar en su carácter la adolescencia en Monóvar está, desde luego, ausente en cualquier escrito anterior a la primera novela, y ni siquiera en esta podría descubrirse fácilmente.
Recuperemos el hilo cronológico. A los ochos años, José Martínez Ruiz inicia sus estudios como interno en el Colegio de los Padres Escolapios de Yecla. Hasta los dieciséis años, Martínez Ruiz viviría en el ambiente de la segunda enseñanza practicada por una Orden religiosa. Sólo durante las vacaciones regresa a Monóvar. El recuerdo de los cursos pasados en Yecla se proyecta en el espíritu de Martínez Ruiz, como puede verse en La voluntad. Los años de Yecla resurgen en la memoria de Azorín como una sombra casi siempre teñida de tristeza. Habíase sentido arrancado del seno familiar y de la radiante naturaleza alicantina. Experimentó enseguida el rigor de un colegio religioso en medio del tétrico caserío manchego. «Yecla —ha dicho un novelista— es un pueblo terrible. Sí que lo es; en este pueblo se ha formado mi espíritu. Las calles son anchas, de casas sórdidas o viejos caserones destartalados; parte del poblado se asienta en la falda de un monte yermo, parte se explaya en una pequeña vega verde, que hace más hórrida la inmensa mancha gris, esmaltada con grises olivos, de la llanura sembradiza… En la ciudad hay diez o doce iglesias; las campanas tocan a todas horas; pasan labriegos con capas pardas; van y vienen devotas con mantillas negras. Y de cuando en cuando discurre por las calles un hombre triste que hace tintinear una campanilla, y nos anuncia que un convecino nuestro acaba de morirse… Y esta tristeza, a través de siglos y siglos, en un pueblo pobre, en que los inviernos son crueles, en que apenas se come, en que las casas son desabrigadas, ha ido formando como un sedimento milenario, como un recio ambiente de dolor, de resignación, de mudo e impasible renunciamiento a las luchas vibrantes de la vida» (Las confesiones de un pequeño filósofo, OC, 11, pp. 54-55).
El novelista aludido es Pío Baroja. En Camino de perfección, novela también de 1902, Yecla (Yécora) se convierte en el arquetipo de la decadencia de los pueblos españoles. Los datos utilizados por Baroja seguramente proceden de informaciones que le ha dado Martínez Ruiz, ya que el novelista nunca vivió en Yecla, aunque la conocería por alguna visita ocasional. Y, para Martínez Ruiz, en La voluntad, Yecla adquiere dimensiones simbólicas que, trascendiendo del ambiente social y físico del pueblo mismo, resumen el mensaje de toda una generación. Por lo que se refiere a la crítica de la enseñanza en un colegio regido por una orden religiosa, expresada por Azorín en Las confesiones de un pequeño filósofo, sólo Gabriel Miró, otro alicantino, ha dejado impresiones más intensas, de una angustia artísticamente muy elaborada, sobre el impacto opresivo que produce el internado en un colegio religioso con su estéril disciplina intelectual, sobre el espíritu de un muchacho de imaginativa sensibilidad.
En el otoño de 1888 se abre una nueva etapa en la vida de Martínez Ruiz. El joven bachiller se matricula en la Universidad de Valencia para estudiar Derecho, carrera que no terminaría por carecer de inclinación a los estudios. Si la estancia de Martínez Ruiz en la capital levantina no iba a contribuir a su formación profesional como abogado, en cambio va a tener importancia decisiva en sus contactos intelectuales con las últimas corrientes del pensamiento y del arte. El joven estudiante leyó por primera vez la poesía de Leopardi, mejoró su francés con la lectura de Les fleurs du mal de Baudelaire, y curioseó entre las obras revolucionarias publicadas por Sempere, editor de ideas políticas y científicas avanzadas. No poco influyó en Martínez Ruiz el catedrático de Derecho Político, Eduardo Soler, destacado krausista. Se aficionó al teatro, y asistió a representaciones de obras clásicas y modernas y aplaudió las actuaciones de los mejores actores de entonces: Vico, Calvo y Novelli. Asiduo de las tertulias de los cafés, donde se escuchaba a Wagner, cuya música también fue tema de polémica por las décadas finales del siglo XIX, y espectador de corridas de toros, Martínez Ruiz, durante sus años valencianos, absorbe la vida popular y estudiantil y se siente cautivado por nuevas ideas sociales, políticas y literarias que impregnan sus primeros escritos. Gozaba de una libertad, antes desconocida para él, que le permitía satisfacer todos los impulsos de los años adolescentes. Es precisamente en Valencia donde se afirma la voluntad del joven, donde nace el rebelde, el Martínez Ruiz que arremete, sin rumbo, contra lo aceptado y lo establecido, contra «esto y aquello», contra todo.
Es durante estos años, en la Valencia contagiada del espíritu «fin de siglo», cuando despierta en el joven Martínez Ruiz la vocación de escritor. O de periodista, pues hizo sus primeras armas como tal, aunque no está de más recordar que, a pesar de cultivar los más diversos géneros literarios, nunca dejó de ser periodista, ni en calidad de Martínez Ruiz ni como Azorín. Si exceptuamos las novelas y el teatro, no hay casi libro suyo que no se haya publicado antes como artículo en periódico o en revista[2]. Este hecho siempre pesó en su manera de escribir. Por 1892, escribió reseñas para la revista La Educación Católica con el seudónimo Fray José, firmó artículos en El Defensor de Yecla con Juan de Lis, y mandaba artículos al periódico de su lugar natal, El Eco de Monóvar[3]. Perteneció a la redacción de El Mercantil Valenciano, donde, cuando era director Francisco Castell, Martínez Ruiz es revistero de teatros en 1894, y merecen recordarse sus elogios a las obras dramáticas de Galdós. En El Pueblo, el periódico de Blasco Ibáñez, aparecen, en 1895-1896, artículos de Martínez Ruiz, entonces defensor violento de los ideales ácratas. Colaboraciones suyas hay también en la revista valenciana Bellas Artes, durante el mismo bienio de 1894-95. En estos escritos juveniles apuntan ya los dos temas dominantes en su producción hasta 1905: la crítica literaria (con preponderancia de la crítica de teatro) y la política social. Ambas zonas en realidad se complementan o son, incluso, inseparables para Martínez Ruiz, que considera que el valor de la literatura consiste en el planteamiento y la solución de problemas sociales. No extraña por lo tanto que para él los dos dramaturgos extranjeros que más le van a impresionar sean Ibsen y Maeterlinck, y que se sienta más atraído por el teatro catalán (Guimerá, Rusiñol, etc.) que por la atávica literatura dramática castellana de la misma época. Dada la ideología de Martínez Ruiz, la palma del interés se la llevará el drama socialista Juan José, de Joaquín Dicenta. Completará el esquema ideológico de Martínez Ruiz la mención de las traducciones que se le deben por esos años: el drama La intrusa, de Maeterlinck (Valencia, 1896); la conferencia ácrata del sociólogo francés A. Hamon, De la patria (Barcelona, 1896), y el folleto Las prisiones, del príncipe anarquista Pedro Kropotkin (Valencia, 1897).
En 1893 aparece un folleto —lo primero que publica Martínez Ruiz en forma de libro— firmado con el seudónimo Cándido. La crítica literaria en España es una conferencia que dio en el Ateneo de Valencia; texto ligero y superficial que repasa, con defectuosa erudición, los historiadores de las letras españolas, y que divide la crítica en dos bandos: los serios (Pardo Bazán, Valera) y los satíricos (Larra, Clarín y Fray Candil). Un segundo folleto, el mismo año, se titula Moratín (Esbozo) y también firma Cándido; se trata de un ensayo de crítica literaria, aunque no podría aún señalarse el rumbo que quiere seguir. Este se define con más claridad en 1894, cuando aparece Buscapiés, firmado por Ahrimán, seudónimo que utiliza también para sus artículos en El Mercantil Valenciano. Buscapiés es una colección de cuentos, impresiones literarias, cuadros de Valencia, etc., subrayada por la mordacidad y la intención satírica.
José Martínez Ruiz, ya el anarquista literario, da a la estampa, en 1895, otro folleto, evidentemente explícito por el título: Anarquistas literarios. Notas sobre la literatura española. Su propósito consiste en levantar la bandera de la evolución de los valores sociales y literarios, a costa de derribar los ídolos tradicionales en literatura y periodismo. No escatima violencias en sus ataques desaforados contra Núñez de Arce y Echegaray, anacrónicos figurones, y no ahorra elogios para la virulencia de la crítica de Larra y Fray Candil en favor de una nueva sociedad. Concluye con la nota de que así se pre Cipitará la revolución social. El mismo año, Martínez Ruiz publica sus Notas sociales (Vulgarización), en que postula como única literatura válida para España la que plantea los problemas sociales con fuerza, y predica como solución a los problemas españoles el anarquismo. Durante sus años de Valencia, Martínez Ruiz evolucionará, como veremos, hacia el arte social, y de ahí pasará a la sociología, que, en 1899, le permite ofrecer sus dos mejores libros hasta entonces: La evolución de la crítica y La sociología criminal. Sigue arremetiendo contra la juventud literaria en Literatura (1896), último folleto de la fecunda etapa valenciana: «La juventud española es frívola, superficial; no toma en serio el arte, ni el derecho, ni las grandes cuestiones de la vida» (OC, 1, 288). Hasta los «buenos» —Altamira, Galdós, Fray Candil, Bonafoux y Eusebio Blasco— tienen sus defectos: falta de disciplina y método y exceso de lirismo.
Aquí sólo he podido dar una visión muy somera del contenido de los primeros folletos del joven Martínez Ruiz. Es material accesible al público interesado gracias a haber sido incluido en el primer tomo de Obras Completas (Madrid, 1947). Será desde luego indispensable para los que quieran conocer la formación personal y artística del autor de La voluntad adentrarse un poco en los escritos valencianos citados. No obstante la parquedad de nuestras alusiones, estas evidencian el cambio psicológico que se ha operado en Valencia en aquel tímido y solitario colegial surgido en Monóvar y recriado en Yecla. Sabemos que José Martínez Ruiz está formado; su vocación es clara, y todas las apariencias son de que el escritor pisa fuerte y está seguro de sí mismo. Valencia no basta, sin embargo. La gloria hay que buscarla en la villa y corte. Martínez Ruiz, joven con energía, convicción, ambición y talento, no tendría más remedio que probar fortuna en Madrid.
El futuro Azorín llega a Madrid —ciudad que al fin adopta como suya y donde va a vivir, con algunas interrupciones, hasta el 4 de marzo de 1967, fecha de su muerte— el 25 de noviembre de 1896. Es entonces, en aquel mismo otoño, cuando llegan a la capital Valle-Inclán y Manuel Bueno. Baraja ya se había avecindado en Madrid y Maeztu llegaría a principios del año siguiente. Estos jóvenes, coetáneos, no tardarán en intimar y en constituir, por una serie de coincidencias ideológicas y estéticas, el grupo más tarde llamado del «Noventa y Ocho». Sus miembros, por aquellos años, buscaban como medio de expresión más inmediata y de más fácil comunicación las redacciones de los periódicos. Una carta de Luis Bonafoux presenta a José Martínez Ruiz a Ricardo Fuente, director de El País, diario progresista que abre sus columnas al anarquista de Monóvar. Desde diciembre hasta mediados de febrero de 1897 aparecen artículos de Martínez Ruiz, casi a diario, en el periódico. No abdica de sus ideales; ataca las instituciones, los valores consagrados, no respeta ni la política ni las letras de España, y su ofensiva es tan temeraria, que no hay más remedio, después de haber escrito un artículo preconizando el amor libre, que expulsarle de la redacción de El País. Nos relata las desilusiones de su primera salida en el folleto Charivari (Crítica discordante), de 1897, el primero de varios diarios cuya materia y forma van a figurar en la elaboración de La voluntad. El único aliento que recibe en estos meses es un «Palique» de Clarín en que el gran crítico elogia la labor del futuro Azorín[4]. Este «espaldarazo», como lo llama Gómez de la Serna en su libro Azorín, se convierte en una fuerza dirigente en los primeros años de su carrera madrileña. Algunos críticos han dicho —y me parece que con razón— que la obra de Clarín (sobre todo Cartas a Hamlet), su interés personal en el talento de Martínez Ruiz y su muerte en 1901 han inspirado, al menos en parte, la contrafigura de Yuste en La voluntad. No obstante, como temía represalias por los ataques, en algunos casos libelos, que salieron en Charivari contra varias personas, sobre todo Joaquín Dicenta, Martínez Ruiz se va de Madrid para pasar algunos días en Córdoba, y luego unos meses probablemente en Monóvar.
Por lo de Charivari, o por otras razones, decide no publicar un librito de cuentos revolucionarios, sátiras sociales y fragmentos teóricos de política y sociología anarquistas —ya aparecidos en la prensa— que tenía preparado con el título de Pasión. Y en este mismo verano de 1897 declara su adhesión a los principios federalistas —pero siempre en plan de acabar con la opresión de la clase obrera— a través de una serie de colaboraciones en La Federación de Alicante[5].
El hecho es que no vuelve a Madrid hasta fines de setiembre o principios de octubre cuando empieza una colaboración en El Progreso, que durará hasta abril de 1898. El Progreso es el diario republicano de Alejandro Lerroux que cuenta en este tiempo con colaboraciones de Unamuno y Maeztu. Aunque las «Crónicas» de Martínez Ruiz son de tema político y social, siempre en tono revolucionario, también actúa como crítico de teatro en sus «Avisos de Este».
A fines de 1897 aparece en los escaparates de Madrid el tomito Bohemia (Cuentos). Comienza con una sección titulada «Fragmentos de un diario», que, ya que llevan las fechas 11, 12, 13, 17, 19, 21, 22 y 23 de marzo, fechas omitidas en Charivari, deben pertenecer a la redacción primitiva de la «crítica discordante». No hubieran contribuido al tono polémico del primer librito, sino más bien a un sentimiento de patetismo por el autor, porque en estas páginas de Bohemia Martínez Ruiz revela detalles de su lucha por la vida: «No he podido renovar mi abono de cincuenta pesetas en el restaurante de la calle Montera. Sólo tengo tres duros; con ellos he de pasar todo el mes. ¿De qué modo? No lo sé, comeré lo que pueda…, pan sólo… Continúo comiendo mis veinte céntimos de pan. Al principio he notado sequedad en el estómago y en la cabeza. También me he encontrado más flexible, más vaporoso; pero ahora lo que siento es debilidad. Casi no puedo escribir». Aparte de dos descripciones de paisaje, donde apunta por primera vez el gusto contemplativo del futuro Azorín, el resto de Bohemia consta de cuentos dialogados sobre temas que le permiten desarrollar su vena cínica. El joven escritor está triste y siente impaciencia y amargura contra el ambiente que le niega la fama.
Todavía colaborando en El Progreso, al principio de 1898, manda algunos artículos sobre «los infames de Montjuich» a la hoja anarquista, La Campaña, que dirige Luis Bonafoux en París; y otros aparecen en Madrid Cómico, un semanario ilustrado; son cuadros satíricos de Madrid, crítica teatral y artículos en contra del sistema parlamentario. En este mismo año salen dos folletos suyos: Soledades, dedicado a Leopoldo Alas, una miscelánea de cuentos, pensamientos en la forma de máximas y ensayitos sobre la moral en que vemos citados más de una vez a Schopenhauer y Montaigne; y Pecuchet, Demagogo (Fábula), una sátira al estilo de Flaubert contra el revolucionario (José Nakens) superficial e insincero.
El año 1899 marca una consolidación de la confianza de Martínez Ruiz en su capacidad de escritor. Hasta ahora sólo ha publicado artículos periodísticos y unos folletos breves, inacabados; su aprendizaje ha sido fructífero, sus trabajos son comentados, nadie duda de que es uno de los jóvenes que más promete, pero queda el hecho de que no ha escrito un libro maduro. Martínez Ruiz abandona, por lo visto, el periodismo en este año, ya que sólo tenemos noticias de dos artículos en Revista Nueva, de Luis Ruiz Contreras, en setiembre y octubre, y uno de diciembre en Vida Nueva. Sospechamos que habría de dedicarse plenamente a los dos libros más sustanciales de su carrera naciente: La sociología criminal, publicado en 1899, y Los hidalgos, publicado al principio de 1900. El primero es una obra bien estudiada y documentada sobre la filosofía del Derecho Penal, tema entonces de enorme interés para los anarquistas. Los hidalgos (La vida en el siglo XVII), que recibe elogios de los críticos, es la primera y más importante parte de El alma castellana (1600-1800), también de 1900. En ello, con la ayuda de minuciosa investigación de fuentes históricas cuidadosamente identificadas, Martínez Ruiz, con pincel que presagia al maduro Azorín, retrata la vida y las costumbres del siglo XVII español. Dos capítulos de esta obra, el IX y el X sobre «Los conventos» y «El misticismo», tendrán su importancia en la elaboración de Justina en La voluntad.
En los años que siguen, 1900-1902, la actividad social y literaria de Martínez Ruiz aumenta considerablemente, afirmando así su personalidad —algo ambigua y paradójica ahora— de escritor. Reanuda su colaboración en varios periódicos y revistas: Madrid Cómico, La Correspondencia de España, Electra, Arte Joven, Juventud, Madrid; y revela una vez más una atracción al pasado de su país, característica de los escritos del artista maduro, con la publicación de El alma castellana, ya mencionado, y el drama histórico sobre la honra, La fuerza del amor (1901), con prólogo de Pío Baraja. Pero más importante todavía es el hecho de intimar en estos años con Baraja y Ramiro de Maeztu, escritor ya con cierto renombre por su libro de regeneración Hacia otra España (1899). Llamados los «Tres», su participación conjunta en varias protestas y acontecimientos políticos y literarios iban a dar posibilidades de definición a la llamada generación de 1898. En diciembre de 1900, Martínez Ruiz hace con Baraja un viaje a Toledo que despierta en ellos una serie de sensaciones diversas: admiración por El Greco, consciencia de la tristeza de la vida provincial e intensificación de su actitud anticlerical. En marzo de 1901 publican juntos el único número de Mercurio, que recoge sus impresiones en Toledo. En este año Baraja está escribiendo su primera novela importante. Camino de perfección, y Martínez Ruiz pasa meses tomando apuntes en la biblioteca del Instituto de San Isidro, el antiguo Colegio Imperial de los Jesuitas, para su novela La voluntad. Estas dos novelas gemelas, publicadas el mismo año, obras de amigos inseparables, aunque de carácter distintos, reflejan toda la tendencia de su generación. En febrero de 1901, los dos organizan juntos la visita a la tumba de Larra en homenaje a este gran rebelde y escritor satírico. 1901 es el año anticlerical, el año infectado por los temores de los liberales ante la reacción de la Unión Conservadora, el gobierno de Silvela dominado por la política neo-católica de Polavieja y de Pidal y Mon. El estreno de Electra, el drama de Pérez Galdós, el 30 de enero de 1901, sirve de bandera a la actitud de los jóvenes intelectuales, y a pesar de algunos momentos de duda, Martínez Ruiz participa entusiásticamente en el año anticlerical[6]. En la hoja Mercurio, el futuro Azorín y Baraja anuncian la próxima publicación de un libro, La iglesia española, libro que nunca aparece, pero el fragmento publicado por Martínez Ruiz, con el título «Los jesuitas», en la revista Electra (6-IV-1901) demuestra la naturaleza violenta de la obra, sin duda no sólo concebida sino también escrita en parte. En 1902, los «Tres» intervienen públicamente en un caso de «moralidad administrativa» en Málaga y buscan el apoyo de grandes políticos. La campaña, llevada a través de las páginas de juventud, una revista que fundaron para propósitos semejantes, y su fracaso, se narran en La voluntad.
Al lado de un resumen de la biografía cronológica y exterior de José Martínez Ruiz, me parece urgente, para una comprensión más clara de la novela aquí publicada, un comentario algo más hondo sobre sus ideas, porque si La voluntad es una novela autobiográfica, lo es tanto por su ideología y psicología como por los elementos episódicos. Toda la generación de 1898 se explica por la reacción de la juventud frente a las inconsistencias del ambiente social y político de la Restauración. El Desastre en sí no ha sido más que un símbolo; esto se puede ver en la patente falta de interés en la guerra, que hasta sorprende, en los escritos tanto de Baroja como del futuro Azorín. El problema que se les plantea es mucho más amplio, con un alcance más universal, más humano. Fijémonos en lo que representaría para un joven sensible, nutrido de lo más actual del pensamiento europeo, el encontrarse delante de una estructura política y social caracterizada por frivolidad y falta de conciencia: la burla del sistema parlamentario, el caciquismo, la inmoralidad administrativa fomentada por el «turno de los partidos», la desnivelación del presupuesto nacional y la humillante derrota de Santiago. Y si la Restauración llevó a España la paz y cierta estabilidad desconocida en el siglo XIX, su política tenía que ofender la conciencia humana y culta. La primera actitud de estos jóvenes ha sido de un deseo y entusiasmo activos para enderezar el mal, para influir en la opinión pública, efectuando así los cambios necesarios. Y al fracasar —y el fracaso en la actividad pública es parte tan importante de la generación de 1898 como sus logros ideológicos y artísticos—, por falta de viabilidad o por la misma resistencia a un cambio por parte de los que dominan, vuelven hacia la filosofía para defender su condición humana desde la vertiente metafísica. Este consuelo lo encuentran en la filosofía post-kantiana o romántica. Tal vez podría ser la definición de la actitud psicológica de la juventud intelectual a la vuelta del siglo. Ahora nos conviene estudiar la línea de pensamiento que siguió el joven Martínez Ruiz para rectificar la situación social como la veía él.
Nuestro periodista era un anarquista convencido; no un anarquista literario, ni un pensador que se caracteriza por un anarquismo de ideas, sino un teórico de una de las doctrinas socialistas más populares hacia fines del siglo XIX. Está influido principalmente por dos libros, La conquista del pan, del príncipe Kropotkin, y El dolor universal, del ex-jesuita Sebastián Faure. El copioso comentario de Martínez Ruiz sobre estos tratados anarquista-comunistas y la insistencia en casi todos sus artículos de índole social anteriores a La voluntad en las ideas expresadas en ellos, nos señala el mejor camino para acercarnos a la manera de pensar del joven intelectual. Sostienen los dos sociólogos que la causa del dolor humano, de todos los males físicos e intelectuales, no está en la Naturaleza, sino en las instituciones sociales, cuyo principio operante es la Autoridad. Hay que cambiar, pues, el organismo social, y el lema por el que se realizará este fin es: «Instaurar un medio social que asegure a cada individuo toda suma felicidad adecuada en toda época al desarrollo progresivo de la humanidad». Martínez Ruiz acepta sin reserva el lema que cita muchas veces a lo largo de sus artículos, y, por cierto, toda la filosofía determinista que implica. ¿En qué consiste el medio social que tenemos que derrumbar?, se puede preguntar, o dicho de otra manera, ¿cuáles son las instituciones que coartan el libre desarrollo de la actividad humana? Para Martínez Ruiz, siguiendo, claro está, el pensamiento de Faure, las instituciones que más estorban los derechos del hombre son la Patria, la Iglesia, el Estado y el Matrimonio —todos entes sociales que se mantienen por la fuerza de los más y por la debilidad, la inercia, mejor, de los menos—. En un artículo «Todos fuertes», publicado en Juventud el 15 de marzo de 1902, escribe: «No quiero que haya fuertes y débiles. Hagamos desaparecer la desigualdad del medio y tendremos el bienestar para todos». El Estado, según Martínez Ruiz, se apoya en el parlamento y su sistema de Derecho en que tienen su origen instituciones como el matrimonio y leyes como la ley de represión anarquista. Critica muy a menudo el sufragio universal, que no es según él, tal cosa en España; y ataca la falta de sinceridad y el egoísmo parlamentarios. Con frecuencia satiriza los anhelos carnales de los clérigos, y considera que la educación religiosa embrutece al pueblo. Creyendo en la innata bondad de todo ser humano, explotado o privilegiado, Martínez Ruiz opina que en la nueva sociedad no se han de buscar reivindicaciones sino la dicha para todos. Así, inspirado por las palabras de Ernest Renan, Martínez Ruiz quiere convertir la moral en derecho y elevar el anarquismo a un nuevo cristianismo. Sin embargo —y aquí el tono revolucionario—, para restablecer el derecho, Martínez Ruiz cree que hay que apelar a la fuerza, no a la súplica. Como crítico de teatro, entonces, el escritor piensa más que nada, en estos años, en el papel de una obra dramática en la revolución social, y tiene poca paciencia con el arte por el arte. En resumen, no cabe duda que todo el peso del primer periodismo de Martínez Ruiz cae en la propaganda anarquista para mejorar la futura situación de España[7]. A pesar de lo dicho, sin embargo, no queremos que tenga el lector la impresión de que había una completa ausencia de contradicción espiritual en los artículos del joven; sí, los hubo y brota a la superficie en el conflicto interno de Antonio Azorín en La voluntad. Dentro del contexto de lo dicho, buen ejemplo de la insatisfacción, del sentimiento de fracaso, es el retrato de Pi y Margall que nos da el autor en la novela. Este ilustre pensador y político fue el padre del anarquismo en España y Martínez Ruiz dedica varios artículos a elogiarle y a sus ideas. Hay que recordar también que el futuro Azorín se había adherido al Partido Federal de Alicante de 1897 a 1900. Sin embargo, el protagonista de La voluntad sale de su entrevista con Pi y Margall preguntándose sobre la ineficacia de su papel en la historia.
Ahora bien, se vislumbra ya en 1897 y 1898, por razones antes expuestas, la posibilidad de una lucha interior en Martínez Ruiz; un conflicto entre su actividad pública de intelectual y su naturaleza aparentemente contemplativa y solitaria. Todo esto se ve en la diferencia del tono de sus artículos militantes y los fragmentos de su diario publicados en Bohemia, Soledades y Diario de un enfermo (1901) —libro este último que comentaremos más adelante por tener aplicación directa a la composición de La voluntad. El origen de esta bifurcación de personalidad es difícil de puntualizar. Es un problema delicado y no queremos poner en cuestión la sinceridad de sus escritos de los primeros años. Tal vez entendiera que contrariaba su psicología personal, tal vez despertara en él una consciencia literaria y artística que sus preocupaciones sociales estorbaban, o tal vez se sintiera fracasado en su búsqueda para la gloria en el mundo de las letras. De todos modos, se refugia en la metafísica y parece optar por la realidad individual, abandonando así la fe en las posibilidades de corregir los males sociales.
Diario de un enfermo es una preconcepción en forma literaria del protagonista de La voluntad. Hasta pudiéramos decir que es el primer intento de escribir lo que muy poco después va a ser la primera novela de Martínez Ruiz. En esta pre-novela, pues, encontramos la historia íntima, en forma de diario, de un hombre que medita angustiosamente sobre la inanidad de la lucha vital y de un escritor que no puede reconciliar la contemplación de la vida y la participación activa en ella; la antinomia entre vida e inteligencia que vemos luego en el protagonista Antonio Azorín[8]. Ante el conflicto su voluntad se disuelve. Se relatan las visitas al cementerio de San Nicolás y a Toledo que reaparecen en La voluntad; y la descripción, aunque breve, de un pueblo manchego, Lantigua, se asemeja a la de Yecla en la novela. Después de unas andanzas románticas sentimentales en que le atrae el eterno femenino más que la sensualidad de la mujer, se casa; y su mujer, que había representado su Ideal, se le muere, dejándole otra vez en un estado de angustia. Todo en esta historia lleva al suicidio inevitable del protagonista (final suprimido en la única edición, después de la prínceps, de que dispone el lector, la de las Obras Completas), y con esto precede a su hermano espiritual, Andrés Hurtado, de El árbol de la ciencia de Baroja. El problema dual del autor-filósofo, tema principal en muchas obras de Azorín como nos ha enseñado el profesor Leon Livingstone en sus trabajos, que se plantea en Diario de un enfermo surge otra vez en La voluntad donde la eliminación del suicidio del protagonista (posibilidad quizá hasta esperada por el lector) representa un paso hacia la solución del conflicto. Una vez dado el paso —paso tan importante para el artista, ahora novelista, como para el hombre— el conflicto se resuelve rápidamente a través de Antonio Azorín (1903), Las confesiones de un pequeño filósofo (1904) y la adopción definitiva, en 1904 del seudónimo Azorín, símbolo de una nueva orientación vital, de un hombre que ha muerto para volver a nacer. El 17 de enero de 1904, días antes de emplear por primera vez el seudónimo nuevo, Martínez Ruiz publica, en Alma Española, un artículo, «Todos frailes», en que dice que va a escribir un ataque anticlerical, luego describe sus vacilaciones y termina confesándonos que le faltan ya fuerzas: «¿Decía que todos llevamos dentro de nosotros un fraile? Llevamos la tristeza, la resignación, la inercia, la muerte del espíritu que no puede retornar a la vida».
Sin embargo, si La voluntad es autobiográfica, hasta cierto punto un roman à clef, y si es la novela de la generación de 1898, un verdadero tratado que casi solo define las preocupaciones e ideales del grupo, queda el hecho de que aquí es cuestión de una novela, de una obra de arte, también representativa de una visión artística noventayochesca. Es significativo que esta primera novela de Martínez Ruiz demuestra la convicción de que está armado para lanzarse definitivamente al mundo del arte; y la forma que escoge representa una conciencia artística de mérito, demasiado a menudo ofuscada.