Sr. D. Pío Baroja
En Madrid
Querido Baroja: hoy he comido en casa de Azorín. No es posible formarse idea de la falta de conforte, de gusto, de limpieza que hay en los pueblos españoles. Esta mañana me preguntaban en la posada si quería agua para lavarme; ahora, aquí, me encuentro en un comedor obscuro, de paredes sucias, ante una mesa con pegajoso mantel de hule. ¡El eterno mantel de hule de nuestra desaseada burguesía! Hemos yantado un cocido anodino, una tortilla y unos pedazos de lomo con patatas. Yo tenía a mi lado a la cuñada de Azorín: don Mariano, el tío de la mujer, hablaba de lo malos que están los tiempos. Es uno de los tópicos más acreditados de los pueblos: estamos mal, muy mal, pero no hacemos nada para mejorar nuestra situación. ¡Dejaríamos de ser españoles!
En cambio un cura joven, que también comía con nosotros, parece que se preocupa de la suerte de España. Y al efecto, él protege a un herrero de este pueblo que ha inventado nada menos —¡pásmese usted!— que un torpedo eléctrico. Esto sí que es archiespañol clásico: nada de estudio, ni de trabajo, ni de mejorar la agricultura, ni de fomentar el comercio; no. ¡Un torpedo eléctrico que nos haga dueños en cuatro días de todos los mares del globo[190]!
El caso, según tengo entendido, no es aislado en este pueblo: ya hace años un señor Quijano, que promovió un alboroto formidable, intentó construir un tremendo cohete de dinamita, un cohete que transportase a tres o cuatro kilómetros de distancia cajas de cuarenta o cincuenta kilos de dicho explosivo[191]… Considerando detenidamente todas estas cosas, yo sospecho que este Yecla es un pueblo de una rara mentalidad, de una arcaica psicología, propia de los siglos XVI o XVII. Note usted que será acaso el único pueblo donde se ha construido una catedral en pleno siglo XIX; es decir, que se ha construido, como se construían en la Edad Media, por el pueblo en masa que ha trabajado gratuitamente impulsado por su fe ardorosa. Bien es verdad que la dejaron sin acabar. Y este ya es un dato importantísimo para la psicología colectiva. Porque todas las grandes obras de este pueblo están sin terminar: así el Colegio de Escolapios, el Casino, la Estación, etc. Esto indica que en el pueblo yeclano hay un comienzo de voluntad, una iniciación de energía, que se agota rápidamente, que acaba en cansancio invencible. El ejemplo que están dando en la tremenda crisis vinícola por que ahora pasan, corrobora la observación. Ven llegar la ruina, están ya en ella, pero no se mueven, no hacen nada, no idean nada. ¡Todo lo esperan del Estado! Como el místico lo espera todo del Cielo. Y eso es Yecla: un pueblo místico, un pueblo de visionarios, donde la intuición de las cosas, la visión rápida no falta; pero falta, en cambio, la coordinación reflexiva, el laboreo paciente, la Voluntad.
No es extraño, pues, que nuestro amigo Azorín, que ha nacido aquí y aquí se ha educado, sea un lamentable caso de abulia: es un hombre sin acabar, cosa nada rara en este pueblo según queda consignado. En otro medio, en Oxford, en New York, en Barcelona siquiera, Azorín hubiese sido un hermoso ejemplar humano, en que la inteligencia estaría en perfecto acuerdo con la voluntad; aquí, en cambio, la falta de voluntad ha acabado por arruinar la inteligencia. Además, a estos poderosos factores de la educación de Azorín, hay que añadir otro esencialísimo: la constante influencia de Antonio Yuste, el maestro a quien tanto hemos querido y que pasó aquí los últimos años de su vida. Yuste era también un hombre frustrado: tenía una gran inteligencia, una pintoresca originalidad, pero le faltaba la continuidad en el esfuerzo, y por eso no pudo nunca hacer ningún trabajo largo, ninguna obra duradera…
Ello es que, entre unas cosas y otras, Azorín se halla casado en Yecla con una mujer desaliñada, y que yo hoy me hallaba frente a él, en su casa, comiendo sobre un mantel de hule, al lado de un cura que protege a un herrero que ha inventado un torpedo eléctrico. Yo, como es natural, he convenido en que la felicidad de los pueblos está en los torpedos eléctricos. El cura me lo ha agradecido mucho y me ha explicado largamente el mecanismo. Yo no he entendido ni una palabra: pero en cambio me ha parecido un poco indigesto el lomo con patatas.
Después de comer, y como no hay ya que arreglar el estandarte, hemos ido al Casino. En el Casino he visto a una porción de señoritos que, según me han dicho ellos mismos, se están preparando para una porción de oposiciones: a notarías, a registros, a escribanos, a abogados del Estado, al cuerpo jurídico militar, etc., etc. Este es otro aspecto pintoresco de Yecla: aquí todos son abogados, todos van y vienen con cartapacios de papel oficinesco, todos entran y salen en el juzgado, todos hablan de Manresa[192], de Mucius Scevola[193] de Freixa y Rabassó[194]. ¡A mí me da una gran vergüenza no tener idea aproximada de lo que es a ley de Enjuiciamiento civil! Entre tanto las tierras de este pueblo, esencialmente agrícola, permanecen casi estériles, se labra como en los tiempos primitivos, se hacen las mismas labores por procedimientos arcaicos: pero todos estos jóvenes aseguran que lo importante es sacar una notaría, y yo, que les estimo mucho, he de creerlo.
En el Casino hemos discutido si Silvela vale más que Maura; un casino de pueblo donde no se discuta, no es casino, y si además no se habla de política, resulta ya un caso estupendo, casi bochornoso. He de advertir que las palabras no tienen el mismo valor en Madrid que en provincias. Un madrileño algo fino, algo culto, que llega a un casino de pueblo y se pone a hablar, notará con sorpresa que la mitad de las cosas que dice pasan completamente inadvertidas para sus oyentes. Y si este madrileño tiene la manía de ser irónico, entonces será como si hablase en un desierto. Así, en provincias, los adjetivos, las indignaciones, los gestos, las negativas, las paradojas son tomados en distinto sentido que en Madrid. La paradoja —ese juguete de los espíritus delicados— no ha llegado a los pueblos. Yo he dejado caer esta tarde dos o tres —¡lo confieso!— y todos estos jóvenes abogados me han mirado con indignación y se han puesto a contradecirme muy seriamente. ¡Ellos creían que yo creía en lo que iba diciendo! Y es seguro que si mañana voy a pedir un favor a alguno de estos señores que admiran a tal o cual político, no me lo concederán o me lo concederán de mala gana, porque yo he dicho, hablando de esos políticos, que no me interesa ninguno. Es más, no tendría inconveniente en asegurar que alguno de ellos debe de tener talento…
Después de estar un rato entre estos jóvenes jurisperitos, hemos ido a dar un paseo por la huerta. Al regresar, ya anochecido, hemos encontrado en conmoción a los deudos de Azorín. En la entrada, una mujer lloraba, daba gritos, suplicaba: don Mariano iba de una parte para otra lanzando furibundas amenazas: berreaban los chiquillos, ladraba el perro, chillaban Iluminada, su madre, las criadas.
El hecho es el siguiente. Un pobre hombre, que es ordinario de Murcia, le debía quinientas pesetas a la familia de Azorín. El plazo del préstamo ha vencido hace algunos meses: el ordinario no pagaba por más instancias que se le hacían. No tenía dinero, cosa bastante frecuente. Y hoy se le ha embargado el carro y la mula con que hacía su tráfico. Creo que el pobre hombre lloraba de dolor cuando los alguaciles se han llevado su mula, y ha amenazado con darle un recado a don Mariano, que es quien, con la mujer de Azorín, ha llevado a este extremo las cosas. Luego, la mujer del ordinario ha venido a implorar a Iluminada, y ella es la que hemos encontrado en el zaguán. ¡El escándalo era formidable!
He sentido una profunda tristeza. La vida en estos pueblos es feroz; el egoísmo toma aquí un aspecto bárbaro. En las grandes capitales, como se vive al día y como las angustias de uno son las angustias de todos, hay cierta humanitaria comunicación, cierto desprendimiento altruista, que en el fondo es un avance para obligar a una reciprocidad futura. Pero aquí, en un pueblo, cada uno se encierra en su casa, liado en su capa, junto a la lumbre, y deja morirse de inanición al vecino. Y si es un forastero, no digamos. Muchas veces he pensado en la enorme tragedia de un ruso, de un alemán, de un inglés, que llega a un pueblo manchego, que no tiene dinero y que se pone enfermo…
El carácter duro, feroz, inflexible, sin ternura, sin superior comprensión de la vida, del pueblo castellano se palpa viviendo un mes en un pueblo. Esas caras pálidas que se asoman tras de los cristales, en los viejos poblachones manchegos, espiando al forastero que pasa solo; esas sonrisas piadosas y meneos de cabeza compasivos ante la desgracia; esas eternas y estúpidas frases: «debió haber hecho esto», «ya dije yo que haciendo tal cosa», «no era posible que de ese modo»… todas estas mil formas pequeñas y miserables de la crueldad humana ¡qué castellanas son! ¡Cuántas veces las he visto poner en práctica en los pueblos!
Ahora, la mujer de Azorín arruina por quinientas pesetas a un hombre desdichado: mañana un señor cualquiera que tiene en el cajón mil duros le niega cincuenta a un amigo íntimo; al otro un antiguo compañero manda el aguacil a cobrar setenta pesetas. ¡Oh, el céntimo, la lucha brutal y rastrera de estos pueblos mezquinos! Yo no podría vivir en este ambiente, y cada vez que estoy dos días en mi pueblo, tengo la sensación de encontrarme en una alcantarilla infecta por la que he de caminar encorvado. ¿Cómo Azorín vive aquí? Esta noche, durante la escena, le he visto un momento, le he vuelto a ver en sus raptos de energía. Se ha erguido; sus ojos fulguraban; y ha gritado: ¡Esto es miserable! ¡Esto es estúpido!
¿Vivirá siempre Azorín aquí? Yo me resisto a creerlo; él es un ser complejo; todos conocemos sus rachas de energía, sus audacias imprevistas; es una paradoja viviente. Por eso este reposo, esta sumisión me sorprenden. Le creo incapaz, desde luego, de un largo esfuerzo: pero esta pasividad no es en él natural. Azorín es lo que podríamos llamar un rebelde de sí mismo. Instintivamente tiene horror a todo lo normal, a todo lo geométrico, a la línea recta. De su vida pasada se podría escribir un interesante volumen; y yo espero que acaso se pueda escribir también otro que se titule La segunda vida de Antonio Azorín. Esta segunda vida será como la primera: toda esfuerzos sueltos, iniciaciones paralizadas, audacias frustradas, paradojas, gestos, gritos… Pero, ¡qué importa! La idea está lanzada, el movimiento está incoado. ¡Y nada se pierde en la fecunda, en la eterna, en la inexorable evolución de las cosas!
J. Martínez Ruiz
En Yecla, a tantos