Sr. D. Pío Baroja
En Madrid
Querido Baroja: si tiene usted un rato libre haga usted el favor de pasar por el Instituto de Sociología y contar a aquellos respetables señores lo que voy a decirle a usted en esta carta.
Hace cincuenta años se estableció en Yecla un colegio de escolapios; la instrucción —que no es precisamente la felicidad— es posible que se haya propagado, pero el colegio ha traído la ruina al pueblo. Antes del año 1860 todos los pequeños labradores dedicaban sus hijos a la agricultura; después de ese año todos los hacen bachilleres. ¡Como cuesta tan poco! Es decir, no cuesta nada. Los buenos escolapios se encargan gratuitamente de que los hijos de los agricultores tengan una profesión más noble que la de sus padres…
Cincuenta años han bastado para formar en esta ciudad un ambiente de inercia, de paralización, de ausencia total de iniciativa y de energía. El cultivo de la tierra ha quedado en manos de los más ineptos, de aquellos que de ningún modo han podido apechugar con el trivio y el cuatrivio. Y como la agricultura es aquí la única riqueza, en el momento en que ha sobrevenido una crisis, esta juventud ajena por completo al beneficio de la tierra, se ha encontrado perpleja, irresoluta, desconcertada, sin orientación para resolverla, sin iniciativas para afrontarla. La crisis a que me refiero es la del vino; en 1892 terminó el tratado con Francia[189]. Han corrido diez años desde entonces, diez años de absoluto aplanamiento. Y verá usted lo que ha sucedido en este lapso. El caso es curioso porque es el eterno caso de los pueblos viejos y los pueblos jóvenes… Hay cerca de Yecla un pueblo que se llama Pinoso: es reciente, tiene la audacia de la juventud, tiene la desenvoltura de quien carece de tradición; es decidido, es fuerte. Allí hasta ahora apenas hay señoritos universitarios; son todos agricultores, industriales, negociantes. Y toda esta gente ha maniobrado de tal modo que en los diez años que los yeclanos han permanecido sumidos en el estupor de la crisis, ellos, en hábiles y audaces tratos y contratos, se han apoderado de una tercera parte de la propiedad rústica de Yecla. ¡Dentro de treinta años toda Yecla, toda la vieja ciudad histórica y vetusta, será de ellos, de este pueblo exultante y enérgico! Y esto es un fenómeno naturalísimo: junto a un pueblo viejo y cansado hay otro joven y audaz, ¡la lógica indica que el joven vencerá al viejo! La juventud de Yecla educada con miras hacia las profesiones administrativas, palidece sobre los códigos y se encuentra perpleja para la libre lucha por la vida: en cambio la del Pinoso no se preocupa de lo que es aquí preocupación constante: las notarías, los registros, los juzgados: pero a la larga serán de ellos las haciendas, las casas, las tierras de todos estos atormentados jurisperitos.
Lo que sucede en Yecla es el caso de España y el de otras naciones que no son España: es ni más ni menos el problema de la educación nacional.
Los dos extremos son Francia e Inglaterra. Francia, política, oficinesca, educando a sus jóvenes para el examen. Inglaterra, práctica, realista, educando a sus hijos para la vida. Francia, con su sistema pedagógico, ha creado legiones de autómatas burocráticos o de mohínos fracasados: Inglaterra, en cambio, ha colonizado medio planeta y ha logrado que el sajón sea un tipo seguro de sí mismo, en consonancia perfecta con la realidad, inalterable ante lo inesperado, audaz, fuerte…
Esta tarde, en el Casino, donde he ido con Azorín (porque en los pueblos no se puede ir a otra parte más que al Casino); esta tarde yo pensaba en que el porvenir de Yecla es el porvenir de España entera. Hay además otro dato importantísimo y que hace la similitud más peregrina. En el espacio de cuarenta años —en movimiento perfectamente sincrónico con la anulación de la juventud— las clases superiores de Yecla, lo que aquí se llama nobleza, se han arruinado de la manera más desatentada.
«¡Si el abuelo de Fulano levantara la cabeza se quedaría pasmado de ver a su nieto en la miseria! —me decía esta mañana un labrador viejo—. La hacienda del abuelo cogía desde el término del Pinoso hasta el de Jumilla, sin quebrar hilo; el nieto no tiene cuasimente nada…»
Hoy las seis u ocho familias de la aristocracia están realmente en áspera pobreza. Han gastado su patrimonio en Madrid, en Valencia, en Murcia, haciendo toda clase de despilfarros locos, descuidados del porvenir, sin preocuparse de sus tierras. La burguesía por su parte ha apartado a sus hijos de la agricultura, haciéndoles aspirantes eternos a los destinos burocráticos. Y de este modo la vieja ciudad entra en disolución rápida: de un lado anuladas las clases superiores, que pudieran dar la dirección y el impulso: de otro, paralizada la clase media en su alejamiento de la agricultura y de la industria. ¿Cómo ha de ser extraño que sólo basten treinta años para que toda la propiedad de Yecla pase a manos de sus vecinos del Pinoso?
He querido dar todos estos datos de sociología práctica y pintoresca, para que se vea en qué medio ha nacido y se ha educado nuestro amigo Azorín y cómo merced a estas causas y concausas se ha disgregado la voluntad naciente. Su caso, poco más o menos, es el de toda la juventud española…
He de insistir sobre esto. Mañana estoy invitado a comer en casa de Azorín. Escribiré a usted.
J. Martínez Ruiz
En Yecla, a tantos