Sr. D. Pío Baroja
En Madrid
Querido Baroja: Tenía que ir a Murcia, y me he acordado de que en Yecla vive nuestro antiguo compañero Antonio Azorín. He hecho en su obsequio y en el mío un pequeño alto en mi itinerario.
Y vea usted el resultado.
Llega a las cinco de la madrugada, después de tres horas de trajín en una infame tartana. Me acuesto; a las nueve me levanto. Y pregunto por don Antonio Azorín a un mozo de la posada. Este mozo me mira en silencio, se quita la gorra, se rasca y me devuelve la pregunta:
—¿Don Antonio Azorín? ¿Dice usted don Antonio Azorín?
—Sí, sí —contesto yo—, don Antonio Azorín. Entonces el mozo torna a rascarse la cabeza, se acerca a la escalera y grita:
—¡Bernardina! ¡Bernardina!
Transcurre un momento: se oyen recios pasos en la escalera y baja una mujer gorda. Y el mozo le dice:
—Aquí pregunta este señor por don Antonio Azorín… ¿Sabe usted quién es?… ¿No es el que vive en la placeta del Colegio?
La mujer gorda se limpia los labios con el reverso de la mano, luego me mira en silencio, luego contesta:
—Don Antonio Azorín… don Antonio Azorín… ¿Dice usted que se llama don Antonio Azorín?
—Sí, sí, don Antonio Azorín… un señor joven… que vive aquí…
—¿Dice usted que es joven? —torna a preguntar la enorme posadera.
—Sí, joven, debe de ser aún joven —afirmo yo.
—¿Don Patricio no será? —dice la mujer.
—No, no —replico yo—, si se llama Antonio.
—Antonio… Antonio —murmura la mujer—. Don Antonio Azorín… Don Antonio Azorín. —Y de pronto—: ¡Ah, vamos! ¡Antoñico! Antoñico, el que está casado con doña Iluminada… ¡Como decía usted don Antonio!
Yo me quedo estupefacto. ¡Antonio Azorín casado!
¡Casado en Yecla el sempiterno bohemio!
—¡Anda, y con dos chicos! —me dice la mujer.
Y vuelvo a quedarme doblemente estupefacto. Después, repuesto convenientemente, para no inquietar a los vecinos, salgo a la calle y me dirijo a la casa de Azorín.
La puerta está entornada. Veo en ella un gran llamador dorado, que supongo que será para llamar. Y llamo. Luego me parece lógico empujar la puerta, y entro en la casa. No hay nadie en el zaguán. Las paredes son blancas, deslustradas; el menaje, sillas de paja, un canapé, una camilla y las dos indispensables mecedoras de lona… Como no parece nadie, grito:
¿No hay nadie aquí?, pregunta que se me antoja un poco axiomática. No sale nadie a pesar de lo evidente de la frase, y la repito en voz más alta. Desde dentro me gritan:
—¿Quién es?
—¡Servidor! —contesto yo.
Y veo salir a una criada vestida de negro, con un pañuelo también negro en la cabeza.
—¿Don Antonio Azorín vive aquí? —pregunto.
—Sí, señor, aquí vive… ¿Qué quería usted?
—Deseaba verle.
—¿Verle? ¿Dice usted, verle?
—Sí, sí, eso es: verle.
Entonces, la criada, ante mi estupenda energía, ha gritado:
—¡María Jesusa! ¡María Jesusa!
Transcurre un momento; María Jesusa no parece; la criada torna a gritar. Y un perro sale ladrando desaforadamente de la puerta del fondo, y se oye lloriquear a un niño. Y como la criada continúa gritando, veo aparecer por la escalera a una señora gruesa que baja exclamando:
—¡Señor! ¡Señor! Pero ¿qué es esto? ¿Qué sucede? ¿Qué escándalo es este?
El perro prosigue ladrando; aparece, por fin, María Jesusa: acaba también de bajar la señora gruesa.
—Este señor —dice la criada— que pregunta por don Antonio.
—¿Antoñico?… ¿Quiere usted ver a Antoñico? —me dice la señora.
—Sí, sí, desearía hablarle, si pudiera ser —contesto yo.
—Anda, María Jesusa —le dice la señora—, anda y dile a don Mariano si está Antoñico en casa.
María Jesusa desaparece; silencio general. La señora me examina de pies a cabeza. Y en lo alto de la escalera aparece un señor de larga barba blanca.
—Mariano —le dice la señora—, aquí quieren ver a Antoñico.
—¿A Antoñico?
—Sí, este señor.
—Sí —afirmo yo—, quisiera hablarle.
—Pues debe estar en el despacho: voy a ver.
Otra pausa. La señora anciana, al fin, determina conducirme al despacho y me hace subir la escalera. Luego nos paramos ante una puerta.
—Aquí es —dice—; entre usted.
Entro. Es una pieza pequeña; hay en ella una mesa ministro y una máquina de coser. Junto a la máquina veo a una mujer joven, pero ya de formas abultadas, con el cabello en desorden, vestida desaliñadamente. A un lado hay una nodriza que está envolviendo a un chico. El chico llora, y otro chico que la madre tiene en brazos, también llora. En las sillas, en el suelo, en un gran cesto, sobre la máquina, en todas partes se descubren pañales.
Sentado ante la mesa, está un hombre joven; tiene el bigote lacio: la barba sin afeitar de una semana: el traje, sucio. ¡Es Azorín!
Yo no sé al llegar aquí, querido Baroja, cómo expresar la emoción que he sentido, la honda tristeza que he experimentado al hallarme frente a frente de este hombre a quien tanto y tan de corazón todos hemos estimado. Él ha debido también sentir una fuerte impresión. Nos hemos abrazado en silencio. Al pronto yo no sabía lo que decirle. Él me ha presentado a su mujer. Hemos hablado del tiempo. La señora ha llamado gritando a María Jesusa y le ha entregado un chiquillo; después se ha puesto a coser. Azorín vive en compañía de la madre de su mujer, de un hermano de la madre y de una cuñada. La mujer tiene algunos bienes: creo que veinte o veinticinco mil duros en tierras que apenas producen —con la crisis agrícola actual[187]— para comer y vestir con relativo desahogo. Él no hace nada: no escribe ni una línea: no lee apenas: en su casa sólo he visto un periódico de la capital de la provincia, que les manda un pariente que borrajea en él algunos versos. De cuando en cuando Azorín va al campo y se está allá seis u ocho días: pero no puede disponer nada tocante a las labores agrícolas, ni puede dar órdenes a los arrendatarios, porque esto es de la exclusiva competencia de la mujer. La mujer es la que lo dispone todo, y da cuentas, toma cuentas, hace, en fin, lo que le viene en mientes. Azorín deja hacer, y vive, vive como una cosa…
Durante nuestra primera entrevista se me ha ocurrido decirle, como era natural:
—¿Iremos a dar un paseo esta tarde? ¿Me enseñarás el pueblo?
—Sí, iremos esta tarde —ha contestado él.
Y entonces la mujer ha dejado de coser, ha mirado a Azorín y ha dicho:
—¿Esta tarde? Pero, Antonio, ¡si has de arreglar el estandarte del Santísimo!…
—Es verdad —ha contestado Azorín—; he de arreglar el estandarte del Santísimo.
Este estandarte trascendental es un estandarte vinculado en la familia desde hace muchos años; lo compró el abuelo de Iluminada, y todos los años lo saca un individuo de la familia en no sé qué procesión. Ahora bien: esta procesión se celebra dentro unos días, y hay que limpiar y armar en su asta el dicho estandarte.
—¡Ah! Pero, ¿usted no ha visto nunca el estandarte? —me ha preguntado la señora.
Yo, lo confieso, no he visto nunca el estandarte. Y como parece ser que es digno de verse, Iluminada ha indicado a Azorín que me lo enseñase. Hemos salido: hemos recorrido un laberinto de habitaciones, con pisos desiguales, con techos altos y bajos, con muebles viejos, con puertas inverosímiles, uno de esos enredijos tan pintorescos de las casas de pueblo. Por fin hemos llegado a un cuarto de techo inclinado: las paredes están rebozadas de cal: penden en ellas litografías del Corazón de Jesús, del Corazón de María, de San Miguel Arcángel, de la Virgen del Carmen… todas en furibundos rojos, en estallantes verdes, en agresivos azules. En un ángulo vese una gran arca de pino: encima hay una gran caja achatada. Azorín se ha parado delante de la caja; yo le he mirado tristemente; él se ha encogido de hombros y ha dicho con voz apagada:
—¡Qué le vamos a hacer!
Luego ha abierto la caja y ha sacado el estandarte, envuelto en mil papeles, preservado de la polilla con alcanfor y granos de pimienta. No voy a hacer la descripción del estandarte; este y el de las Navas[188] me parecen dos estandartes igualmente apreciables… o despreciables. Azorín me lo ha enseñado con mucho cuidado.
Y yo pensaba mientras tanto, no en el estandarte —aunque es un estandarte del Santísimo Sacramento—, sino en Azorín, en este antiguo amigo nuestro, de tan bella inteligencia, de tan independiente juicio, hoy sumido en un pueblo manchego, con el traje usado, con la barba sin afeitar, con pañales encima de su mesa, con una mujer desgreñada que cree que es preferible arreglar un estandarte a dar un paseo con un compañero querido.
J. Martínez Ruiz
En Yecla, a tantos