El Pulpillo.
Iluminada y su madre están aquí en el Pulpillo hace unos días. Han venido a pasar una temporada. Hoy es domingo. Esta mañana hemos salido a primera hora. Delante íbamos Iluminada y yo; detrás la madre de Iluminada y Ramón, el hijo del Abuelo. A lo lejos, en el grupo próximo de casas, tocaba un esquilón. Claro está que tocaba para que los campesinos acudieran a oír decir la misa a don Rafael Ortuño. Ortuño es un cura propietario; vive en Yecla: tiene aquí sus predios: va y viene a caballo del pueblo al campo. Y en el pueblo y en el campo y en todas partes, Ortuño charla, corre, salta, cuenta chascarrillos, torea un becerro, saca instantáneas, hace hablar a un fonógrafo. Porque este hombre es un activo y gesticulante clérigo prendado de todos los adelantos del siglo. Así, apenas la Ciencia inventa una cosa nueva y entretenida, ya Ortuño, que está al tanto de todos los catálogos, la ha pedido a París. Su casa está llena de placas, cámaras obscuras, cilindros fonográficos, timbres eléctricos, maquinillas inútiles para hacer mil cosas, chismes, artefactos, resortes… Y véase cómo la armonía entre la ciencia y la fe, que tanto ha dado que hablar[186], la ha resuelto por fin Ortuño de un modo definitivo, satisfactorio y práctico.
De estas cosas y de otras muchas vamos hablando Iluminada y yo. Ella está jovial como siempre; yo, en estos campos anchos, con este ambiente primaveral, me siento un poco redivivo… Entramos en la ermita: Iluminada se pone a mi: lado y me hace arrodillar, levantarme, sentarme. Casi a la fuerza, como si se tratara de un muñeco. En el fondo, yo siento cierta complacencia de este automatismo, y me dejo llevar y traer, a su antojo.
Acaba la misa. Salimos de la ermita y nos ponemos a hablar un rato con los campesinos.
—Este año —dice Ramón rascándose la cabeza— la cosecha parece que va adelante.
—Este año la cosecha ha de ser buena —afirma rotundamente Iluminada.
—Claro —digo yo—, este año ha de ser magnífica la cosecha.
Sale Ortuño, que ha acabado de quitarse las vestimentas sacras, y le dice a la madre de Iluminada, en tono de cómica ferocidad, señalándome:
—¡Aquí tiene usted a este gran impío!… ¡Hereje!… ¡Vade retro!
Los aldeanos ríen; yo tengo que reír también. Iluminada guarda en el bolsillo de mi americana su libro de oraciones, con la mayor naturalidad, sin decirme nada. Y Ortuño viéndonos juntos, a Iluminada y a mí, guiña maliciosamente el ojo, y grita repetidas veces dando zapatetas en el aire:
—Qui prior tempore potior jure!… ¡Quien llega antes tiene mejor derecho!… Qui prior tempore potior jure!