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Santa Ana.

Creo que mi ironía es una estupidez. A ratos —y son los más— toda mi impasibilidad se desvanece al soplo de alguna indignación tremenda. Decididamente, no me conozco. Y todos los esfuerzos por llegar a un estado de espíritu tranquilo resultan estériles ante estos impensados raptos de fiereza.

Yo soy un rebelde de mí mismo; en mí hay dos hombres. Hay el hombre-voluntad, casi muerto, casi deshecho por una larga educación en un colegio clerical, seis, ocho, diez años de encierro, de compresión de la espontaneidad, de contrariación de todo lo natural y fecundo. Hay, aparte de este, el segundo hombre, el hombre-reflexión, nacido, alentado en copiosas lecturas, en largas soledades, en minuciosos auto-análisis. El que domina en mí, por desgracia, es el hombre-reflexión; yo casi soy un autómata, un muñeco sin iniciativas; el medio me aplasta, las circunstancias me dirigen al azar a un lado y a otro. Muchas veces yo me complazco en observar este dominio del ambiente sobre mí: y así veo que soy místico, anarquista, irónico, dogmático, admirador de Schopenhauer, partidario de Nietzsche. Y esto es tratándose de cosas literarias: en la vida de diarias relaciones un apretón de manos, un saludo afectuoso, un adjetivo afable, o por el contrario un ligero desdén, una preterición acaso inocente, tienen sobre mi emotividad una influencia extraordinaria. Así yo, soy sucesivamente, un hombre afable, un hombre huraño, un luchador enérgico, un desesperanzado, un creyente, un escéptico… todo en cambios rápidos, en pocas horas, casi en el mismo día. La Voluntad en mí está disgregada; soy un imaginativo. Tengo una intuición rapidísima de la obra, pero inmediatamente la reflexión paraliza mi energía. En política, yo tal vez fuera el hombre de las soluciones instantáneas, de los golpes mágicos, de las audacias pintorescas… pero hay algo en mí que me anonada, que me aplasta, que me hace desistir de todo en un hastío abrumador. ¡Soy un hombre de mi tiempo! La inteligencia se ha desarrollado a expensas de la voluntad; no hay héroes; no hay actos legendarios; no hay extraordinarios desarrollos de una personalidad. Todo es igual, uniforme, monótono, gris. ¡Día llegará en que el dar un grito en la calle se considere tan enorme cosa como el desafío de García de Paredes[177]!

(Al llegar aquí oigo tocar la campana que llama a coro. Voy un rato a oír las tristes salmodias de estos buenos frailes.)

Y después de todo, ¿para qué la Voluntad? ¿Para qué este afán incesante que nos hace febril la vida? ¿Por qué ha de estar la felicidad precisamente en la Acción y no en el Reposo? Desde el punto de vista estético, una estatua egipcia, una de esas estatuas rígidas, simétricas, de inflexible paralelismo en todos sus miembros, es tan bella como la estatua griega, toda movimiento, toda fuerza, del lanzador de discos.

En cuanto al aspecto ético, es secundario. La belleza es la moral suprema. Uno de estos religiosos para mí es más moral que el dueño de una fábrica de jabón o de peines; es decir, que su vida, esta vida ignorada y silenciosa, deja más honda huella en la humanidad que el fabricante de tal o cual artículo. ¿Que no hace nada? Es el insoportable tópico del vulgo. ¡Hace belleza! Una mujer hermosa no hace nada tampoco; no ha hecho nunca nada; su hermosura es un azar venturoso de los átomos. ¡Y sin embargo, Ninon de Lenclos[178] es más grande que el que inventó la contera de los bastones!

Yo simpatizo con estos frailes porque en cada uno de ellos me contemplo retratado; en ellos veo hombres que desprecian la voluntad, esa voluntad que yo no puedo despreciar… porque no la tengo. No deseo tenerla tampoco. ¿Qué haré? No lo sé; me dejaré vivir al azar. No tengo ya ambiciones literarias. Hoy he intentado continuar trabajando en El bastón de Manuel Kant, y me ha parecido el tal libraco una cosa ridícula, presuntuosa, insoportable. ¡La ironía! Dejemos que cada cual siga en paz su camino. Yo voy al mío. Y el mío es el de ese pueblo donde he nacido, donde me he educado; donde he conocido a un hombre, grande en sus debilidades, donde he querido a una mujer, buena en su fanatismo, donde acabaré de vivir de cualquier modo, como un vecino de tantos, yendo al casino, viniendo del casino, poniéndome los domingos un traje nuevo, dejando que el juez me venza en una discusión sobre el derecho de acrecer, soportando la vergüenza de no saber disparar una escopeta, ni de jugar al dominó, ni de decir cosas tontas a las muchachas tontas…

Y he aquí el viejo bohemio que se levanta a las nueve, y se pone su traje usado, y se lava un poco su cara sin afeitar de una semana… Las criadas han puesto los muebles en desorden y dan en ellos grandes porrazos con los zorros (porque en los pueblos no se puede limpiar sino es armando formidable trapatiesta. El ruido vive en provincias: se habla a gritos, se anda taconeando, se estornuda en tremendos estampidos, se tose en pavorosas detonaciones, se cambian los muebles en zarabanda atronadora). Toda la casa está por la mañana en conmoción; una nube de polvo flota en el aire como una densa gasa. Salgo para dar una vuelta. Voy, ¿al Casino? Sí, voy al Casino. Allí hablo, o me hablan, de política, se discuten cosas triviales, se dan gritos furibundos por insignificancias ridículas. Y un señor —el eterno señor de pueblo— pondrá empeño en convencerme a mí, hablando pausadamente y en estilo de alegato abogadesco, de tal o cual futesa, que él explicará pertinazmente a fin de quedar por encima de una persona de la cual se han ocupado los periódicos de Madrid… Pasa una hora, luego otra, luego otra; el sol de estío inunda ardorosamente las calles, o el viento huracanado del invierno, las barre. Yo no sé dónde ir. Vuelvo a casa. Las criadas me han revuelto los papeles de mi mesa; un niño de la vecindad llora tozudamente; una mujer da voces; en la calle parten gruesos troncos de olivo dando enormes porrazos… Como. Luego, ¿vuelvo al Casino? Sí, vuelvo al Casino. Comienza otra vez la charla sobre política; me preguntan si soy de Gómez, o de Sánchez, o de Pérez, que son los caciques locales. Yo digo que todos me parecen bien. ¡Esto indigna! Porque Pérez tiene más talento que Sánchez, y si yo digo lo contrario doy pruebas de que no estoy enterado de que el año 1897 Pérez les ganó una elección a Sánchez y a Gómez no contando más que con dos concejales en el Ayuntamiento. Además el ex ministro Fulánez estima mucho a Pérez. ¿Usted cree que Fulánez no vale?, me preguntan. Yo no sé si Fulánez vale, pero he de decir resueltamente que sí, que vale mucho por no molestar a sus admiradores. Y entonces un partidario de Gómez, el cual Gómez es correligionario del ex ministro Zutánez, me dice muy serio si es que creo que Fulánez vale más que Zutánez, porque Zutánez es un gran orador y porque cuenta con muchos senadores y diputados de gran empuje. Yo tampoco sé a punto fijo, porque no he tenido el gusto de tratarlo, si Zutánez es realmente un hombre de genio, pero digo que me parece un político de prestigio y que no tengo intención de ofenderle. Entonces su admirador me pregunta si leí el discurso que pronunció el año 1890 en el Congreso sobre no sé qué cosa. Yo digo que no, él me mira con desprecio, y toma nota de la negativa para hablar luego mal de «estos escritores que dicen que lo saben todo, que lo han leído todo, y no conocen un discurso que Zutánez pronunció el año 90…»

¡Ah, estoy rendido! Vuelvo a casa mohíno, fatigado, con un profundo desprecio de mí mismo. En casa, ¿qué hago? He leído por tres veces mis libros; además, la lectura me fatiga. Si no lo sé todo, lo presiento todo. No leo. Salgo otra vez. Voy a casa de un amigo. Es abogado. Está escribiendo un informe. Me lo lee todo: ¡veinte páginas en folio! Luego me pregunta sobre la enfiteusis, sobre la anticresis, sobre las legítimas; sobre otras cosas tan amenas como esta. Yo no sé nada de tales misterios. Él me mira con cierta lástima. Luego para demostrarme que es un abogado a la moderna me saca un libro de D’Aguanno[179]. Y me pregunta si me gusta D’Aguanno. Yo le contesto modestamente que no le conozco. Entonces él me dice muy grave si es que yo creo que los literatos no han de tener una base científica. Yo digo que sí, que sí que deben tener esa base. Y él replica que D’Aguanno es un hombre de ciencia, y que debe ser conocido de los literarios, y que no se debe ser crítico si no se conocen sus trabajos y los de otros tratadistas que valen tanto como él.

Decididamente, soy un pobre hombre, soy el último de los pobres hombres de Yecla. Y para consolarme un poco a mis solas, salgo a dar un paseo por la huerta. Luego al anochecer vuelvo a casa. La casa está a obscuras. Doy voces —¡ya me he contagiado!— sale la criada; le digo que traiga un quinqué. Intento encenderlo: no tiene petróleo. La criada dice que lo ha traído, pero que se lo ha dado a la otra criada. La otra criada dice que sí que es verdad, pero que lo ha gastado frotando los mosaicos del despacho. Van a traer más petróleo. Yo permanezco un cuarto de hora en las tinieblas. Por fin, le ponen petróleo al quinqué; mas la torcida está mal cortada, la llama da toda sobre un lado, estalla el tubo… ¡Otra media hora! Gritos, disputas, tinieblas… Y así hasta que ceno, de mal modo, tarde, con los platos mojados, con las copas resquebrajadas, con las viandas ahumadas, con un gato que maya a mi lado y un perro que me pone el hocico sobre el muslo…

Después de cenar, ¿voy al Casino? No, no, esta noche no voy al Casino; me marcho a casa de unas amigas. Estas amigas quieren ser elegantes, pero llevan los dientes amarillos; quieren ser inteligentes, pero se asustan de cualquier fruslería. Hay en esta reunión un señorito que está preparándose para unas oposiciones a registradores; otro señorito que está preparándose para otras a notarios; y otro señorito que está también preparándose para otras al cuerpo jurídico militar. ¡Todos se preparan! Ellas y ellos hablan de la última obra estrenada en Apolo. Un señorito cuenta el argumento; las niñas hacen observaciones. Luego, una de ellas, me pregunta si conozco a Ramos Carrión[180]. Yo digo que no he tenido el honor de tratar a Ramos Carrión. Entonces ella, que tiene alguna confianza conmigo, o por lo menos se la toma, me dice qué es lo que he hecho yo en Madrid y cómo digo que trato a la gente literaria, cuando no conozco a Ramos Carrión, que es autor de preciosas comedias. Yo me excuso en buena manera y ella entonces me pregunta por Arniches a quien con toda seguridad conoceré. Tampoco conozco a Arniches, y esto provoca cierta extrañeza entre los señoritos. Si yo no conozco a Arniches, que tan popular es en Madrid, entonces, ¿dónde está mi prestigio literario? ¿Es que creo yo que Arniches no tiene chispa? ¿Es que no ha estrenado más de veinte obras con gran éxito?

Yo no sé qué contestar a todo esto. Y paso entre estos señoritos y estas señoritas por un hombre que no conoce a nadie, ni, por consiguiente, escribe nada de provecho.

Y de vuelta a casa, caigo en la cama fatigado, anonadado, oprimido el cerebro por un penoso círculo de hierro que me sume en un estupor idiota.

… He aquí la nueva vida del viejo bohemio, admirador de Baudelaire, devotísimo de Verlaine, entusiasta de Mallarmé; del viejo bohemio amante de la sensación intensa y refinada, apasionado de todo lo elegante, de todo lo original, de todo lo delicado, de todo lo que es Espíritu y Belleza.