Santa Ana.
Hace dos días que estoy en este convento de Santa Ana. Está rodeado de extensos pinares; los frailes son buenos; se respira un dulce sosiego. Yo no hago nada; apenas escribo de cuando en cuando seis u ocho cuartillas.
Hoy el P. Fulgencio… el P. Fulgencio es un hombre joven, alto, de larga barba, de ojos inteligentes, de ademanes afables. Hoy ha venido a mi celda y me ha alargado un libro pequeño, que me ha dicho que era La Pasión. Yo lo he tomado sonriendo ligeramente (con una sonrisa de quien ha leído a Strauss[174] y a Renan[175]). Luego he principiado a leerlo y poco a poco he ido experimentando una de las más intensas, de las más enormes sensaciones estéticas de mi vida de lector. Se trata del libro de Catalina Emmerich[176], y es un libro de una extraordinaria fuerza emotiva, de una sugestión avasalladora. Aparte de La educación sentimental, de Flaubert y de las Poesías de Leopardi, que son los que encajan más en mi temperamento, yo no recuerdo otro que me haya producido esta impresión. La autora cuenta simplemente el drama del Calvario como si lo hubiese presenciado, como si fuese una de las Marías. A cada paso se encuentran frases en que atestigua su presencia, frases de una ingenuidad deliciosa. «Yo vi los dos apóstoles subir a Jerusalén, siguiendo un barranco, al mediodía del Templo». «Yo vi al Señor hablar solo con su Madre». «Mientras que Jesús decía estas palabras yo le vi resplandeciente…». Y luego ¡qué dolor, qué intensa pasión, qué minuciosidad en los detalles cuando relata la escena culminante! Hay en ella una frase que me ha producido escalofrío, que me ha hecho sonreír y sollozar a un mismo tiempo. Dice la autora hablando de la crucificación:
En seguida lo extendieron sobre la cruz, y habiendo estirado su brazo derecho sobre el brazo de la cruz, lo ataron fuertemente; uno de ellos puso la rodilla sobre su pecho sagrado, otro le abrió la mano, y el tercero apoyó sobre la carne un clavo grueso y largo, y lo clavó con un martillo de hierro. Un gemido dulce y claro salió del pecho de Jesús: su sangre saltó sobre los brazos de los verdugos. He contado los martillazos, pero se me han olvidado…
¡Pero se me han olvidado! ¡Esa es una ingenuidad épica, ese es el más soberbio retrato de mujer que he visto jamás!… La frase ha sido mi obsesión durante toda la mañana, y este libro de esta pobre mujer paralítica, esta Pasión de Catalina de Emmerich, ha sido para mí una emoción grande y fuerte. Sólo Flaubert había logrado antes tal efecto.
Cuando Fray Fulgencio ha vuelto, le he estrechado la mano calurosamente, como se estrecha la mano de un hombre capaz de emprender desde los himnos de Prudencio hasta las elegancias de Baudelaire.